domingo, 24 de noviembre de 2013

Norma Morandini - La concepción autoritaria en el nuevo Código

Si la vida es cambiante, múltiple y por eso contradictoria, ¿cómo debe ser el derecho que debe regularla sin aprisionarla, fiel a los nuevos tiempos de libertad y dignidad consagrados como derechos humanos en nuestra Constitución reformada de 1994 y tan enarbolados como propaganda política? Con ese espíritu y aquel interrogante me acerqué a la Comisión Bicameral de Unificación de los Códigos Civil y Comercial, constituida para lo que se presentó, desde el inicio, como una gesta histórica para modificar el Código Civil que nos rigió a lo largo de más de cien años y que le da forma jurídica a la vida con los otros: cómo nos casamos, cómo heredamos, cómo nos
relacionamos comercialmente, cómo desafiamos a la naturaleza, cómo morimos. Y si la vida, para ser digna y libre, debe sustentarse sobre la responsabilidad, el Código establece las obligaciones con los otros desde que nacemos hasta que morimos, ahora que los tiempos tecnológicos alteraron lo que antes se interpretaba como leyes naturales o biológicas y liberaron la vida de las imposiciones religiosas o jurídicas.
Si, como dicen los filósofos del derecho, "nada humano puede ser considerado ajeno al derecho", temas tan profundos que ponen en cuestión la misma condición humana no pueden ser reducidos por la mayoría legislativa que impone una visión ideológica por sobre las que existen en la sociedad.
La riqueza de la democracia es que todos somos igualmente competentes para la vida política. Por eso, frente al debate del Código , no me pareció un impedimento no ser abogada y vi una oportunidad única de aprendizaje sobre las relaciones del derecho y esa vida cambiante, fácil de reconocer en las nuevas formas de familia. Esperé que la libertad y la dignidad de la persona estuvieran en el centro del debate jurídico parlamentario. Ambicioné una discusión pública en torno a todas las dimensiones de la vida, no sólo las patrimoniales o comerciales, a las que el derecho debe atender. Imaginé argumentos desde la bioética que nos ayudaran a resolver los dilemas que plantea la manipulación genética o el derecho a la identidad de los donantes, tal como fue manifestado, en un sentido o en otro, a lo largo de las audiencias públicas. Sin embargo, prevalecieron la presión en los despachos y la cultura política de cambiar votos por favores.
Paradójicamente, lo que se presentó como una gesta jurídica y consumió la mejor energía de tantísima gente que aportó su saber para impregnar el Código con el aroma de los derechos humanos terminó herido y distorsionado por la exclusión de la responsabilidad del Estado. Un debate que pareció doctrinario, pero, en realidad, se tornó político, ya que poner al funcionario del Estado por encima del ciudadano remite a una concepción autoritaria, como la de los tiempos en los que un periodista podía ser condenado por desacato si denunciaba la corrupción de un ministro.
Si los delitos de los funcionarios siempre afectan a la ciudadanía, ya sea por la corrupción o por la omisión, al debatir en torno de la exclusión de la responsabilidad del Estado, ¿cómo sustraerse a los escándalos nuestros de cada día, denunciados por la prensa, algunos investigados por comisiones parlamentarias y la mayoría adormecidos en los despachos de la Justicia?
La exclusión de la responsabilidad del Estado como concepción política va de la mano con aquella que interpreta a la información periodística como delito; no se ha incorporado al Código la doctrina de la real malicia, para evitar que se confundan las denuncias contra la deshonestidad de un funcionario con ofensas al honor, y la amenaza de la reparación civil no actúe como censura encubierta. Si las sanciones penales inhibían la libertad de informar, las sanciones civiles no deben actuar como un reemplazo de la legislación que condenaba la calumnia y la injuria, derogadas por este gobierno a instancias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Es fundamental que quienes deben servir a la sociedad informen con libertad, sin miedo a las represalias, para fortalecer el debate democrático. En protección al bien supremo de la libertad de expresión, la Convención Americana sobre Derechos Humanos aconseja que quien acusa al periodista sea quien deba demostrar que hubo una real intención de dañar, y que cuando se afecte el honor o la intimidad de una persona la reparación civil no se confunda con una sanción, ya que el deber de informar no es un delito y la reparación alude a la responsabilidad como la única limitación al privilegio de hablar por los otros. De modo que la responsabilidad es un valor inherente a las obligaciones que tenemos con los otros. El Estado no debe tener coronita en una sociedad democrática. La industria del juicio, invocada por el oficialismo para excluir la responsabilidad de los funcionarios públicos, se corrige con idoneidad, eficacia y decencia. No con garantías de impunidad.
Y como de responsabilidades se trata, el frustrante final, lejos de consagrar derechos que abarquen todos esos cambios, ha puesto en cuestión la responsabilidad misma del legislador. Frente a las transformaciones que justifican e impulsaron la propuesta del nuevo Código Civil, lo que no parece cambiar es la cultura política del trueque, que confunde consenso con arreglos en los despachos, sustituye el debate parlamentario por una ficción de participación y cancela la auténtica construcción democrática. Se trataba de armonizar las diferentes miradas e intereses que conviven en una sociedad que aspira a que las normas no se le impongan autoritariamente y que el Estado, lejos de ponerse por encima de los derechos de la ciudadanía, sea su garante y protector.
Stefano Rodotá, gran pensador del derecho, critica al legislador de nuestros días por su distancia y lejanía en relación con aquellos a quienes están destinadas las normas, los ciudadanos. En cambio, elogia a los constituyentes italianos de 1947 porque "eran cultos, porque estaban alejados de toda vileza y de la influencia de espíritus cerriles aferrados a las prerrogativas parlamentarias, no rehuían a las cuestiones del derecho y las limitaciones de la ley, que les obligaban a ir más allá de cualquier dogma político o jurídico".

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