lunes, 27 de junio de 2016

RECUERDOS


La noche del triunfo de Menem sobre Kirchner en primera vuelta, abril de 2003, me conmovió Lilita Carrió al llamar a votar a Kirchner, en segunda vuelta. Pero lo hizo con una aclaración que pocos entendieron en su dimensión. Hay que votar a Kirchner, con reserva moral. 
Hizo falta que pasara mucha agua bajo los puentes.
Luego vinieron muchas historias. Una que no se entendía muy bien, fue la propuesta de la entonces Senadora Kirchner tendiente a modificar el Consejo de la Magistratura. 
Apenas un mes después de lograr ese cambio, el gobierno decidió que la variación del precio de la lechuga hacía irreal al IPC. También lo perturbaba el aumento de las prepagas. Como quienes lo procesaban no estaban dispuestos a modificar los criterios en uso, el gobierno de entonces envió representantes (Paglieri, bajo las indicaciones del Secretario de Comercio). Y allí se inició otra saga que perduró durante largos nueve años.
Luego se agregaron delirios económicos cuidadosamente envueltos en apelaciones que parecían engarzar en legítimas aspiraciones igualitarias. 
Pero mientras se hablaba de la concentración económica se la promovía tanto por acción como por omisión. 
Mientras tanto, por razones que la progresía ha querido justificar, se drenaban cuantiosos fondos públicos a través de amigos devenidos en exitosos empresarios. Irónicamente algunos los llamaron "la burguesía nacional".
Siempre tapando lo indefendible, cuando se supo del desfalco sobre la fábrica de billetes, se la estatizó.
Cuando ese trasnochado episodio saltó a la luz se aprovechó para disimular el resultado de la intromisión en YPF con los amigos que capitalizaron el dinero inexistente para quedarse con parte de la empresa y entonces apareció el desalojo de las autoridades de la empresa antes de aprobarse su estatización. Luego vinieron las bravuconadas contra REPSOL y un par de años después se le pagó casi el doble de lo reclamado por los anteriores dueños de la empresa.
Son muchos los ejemplos de que la verborragia interminable tiene siempre el límite de la realidad. La economía dejó de crecer, el empleo perdió su dinamismo, la distribución del ingreso operada a la salida de la crisis perdió energía. Al mismo tiempo la agresividad verbal y la acción cotidiana se incrementaron. 
A quienes denunciaron cosas como el falseamiento de las estadísticas se les imputó de todo. Pero no sólo eso. La sociedad no registró que eso no sólo no era nimio sino que era funcional a una estrategia por demás perversa.
Lo mismo ocurre con la degradación económica y social a la que condujo la gestión oficial en los últimos años cuya reversión va a costar mucho a la sociedad y, como es habitual, siempre va a caer más fuerte sobre las espaldas de los sectores populares. Es deseable que así no sea pero en el capitalismo es escasamente probable. 
Pero lo que no debe confundirse es el requerimiento de equidad del uso que pretenden darle a los reclamos por parte de quienes nos trajeron hasta aquí. No tenemos información sobre el empleo pero es llamativo que al tiempo que en 2014 se quiso disimular la caida de puestos laborales (cifras oficiales -la EAHU- daban 400 mil puestos menos) ahora se rasguen las vestiduras como si estuvieran de verdad preocupados por el tema.
Hay mucho que cambiar en Argentina. Pero todo lo que tenemos por delante requiere evaluar cuidadosamente nuestro pasado reciente. En muchas ocasiones nos empecinamos en tropezar con la misma piedra. 
La piedra más grande, a mi gusto, es el capitalismo en el que vivimos. Mientras encontramos una buena opción no deberíamos engañarnos con falsas promesas. En particular cuando las promesas terminan en bolsos y valijas arrojados tras los muros de un monasterio.

miércoles, 22 de junio de 2016

Comentario de A Bercovich sobre "los tres kirchnerismos" de M Kulfas - Revista Crisis junio 2016


la alarma que sonó a destiempo
Alejandro Bercovich escribe sobre “Los tres kirchnerismos”, del ex funcionario Matías Kulfas.
ILUSTRACIONES: PABLO MANCINI
21 DE JUNIO DE 2016
crisis #25

El desafío que se plantea Matías Kulfas en Los tres kirchnerismos es doblemente ambicioso. Por un lado, porque pretende trazar un balance económico de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner en caliente, en pleno ajuste y casi sin estadísticas que se acepten como válidas a uno y otro lado de la grieta. Por otro, porque como economista, Kulfas fue funcionario durante toda la década (si bien ocupó puestos de segunda línea que lo mantuvieron lejos de los titulares de diarios y las cámaras de TV) y no por ello se siente obligado a vomitar una defensa cerrada del “modelo” ni mucho menos. Muy por el contrario, arranca planteando que no hay tal cosa. Y que buscar coherencia entre las políticas del primero, el segundo y el tercer kirchnerismo “puede resultar una tarea forzada y, además, innecesaria”. Casi una herejía en un ejército con tantos soldados y tan pocos estrategas.
Con foco en lo social y lo productivo pero sin sacrificar rigor a la hora de analizar flujos financieros y variables macroeconómicas, Los tres kirchnerismos es un valioso aporte para la discusión más repetida en los círculos politizados de 2016: cuánto del ajuste actual debe atribuirse a los últimos años de gobierno de Cristina Kirchner y cuánto responde a la vocación del elenco encabezado por Mauricio Macri de revertir lo más rápido posible los (pocos) cambios verdaderamente estructurales registrados desde 2003. Los apéndices estadísticos, compilados con paciencia de arqueólogo tras la malversación de tantos datos durante tanto tiempo, son presentados al final de cada capítulo, escindidos del hilo ensayístico. Eso ya lo candidatea a los estantes bajos de la biblioteca, ahí donde se guardan los ejemplares de consulta frecuente.
El problema de este libro es que debió haber sido escrito tres o cuatro años antes. O al menos en algún momento después del período 2003-2011, durante el cual Argentina creció más que ningún otro país de la región, y antes de que la política de “aguantar el empate” que desplegó Cristina Kirchner encaramada en el 54 por ciento de 2011 hundiera al país entre los de peor performance latinoamericana, solo detrás de la Venezuela de la decadencia chavista. Las críticas más lúcidas que vierte el autor en sus páginas habrían sido de gran utilidad para el proceso político y para la sociedad toda si se hubiesen hecho en tiempo real, a modo de alerta temprana. Suena fútil como todo ejercicio contrafáctico, pero si el tercer kirchnerismo hubiese estado abierto a esos debates, quizá su ocaso no habría allanado el camino para el regreso por la puerta grande de ideas tan gastadas y nocivas como la flexibilización laboral, el desguace del Estado y la liberalización de cuanto mercado se haya intentado regular. En suma, para que la derecha accediera al poder por primera vez mediante el voto popular.
¿Por qué Cristina no escuchó esas críticas y vistió de épica errores de gestión evidentes, como los subsidios al consumo energético de las clases altas o el macondiano sistema de administración del comercio exterior que obligaba a los importadores de autos a exportar vino o limones para “compensar” su consumo de divisas? ¿Por qué adjudicó exclusivamente la corrida cambiaria de 2011 a los objetivos desestabilizadores de sus enemigos y no a los desajustes macroeconómicos evidentes que movían a muchos a dolarizarse? ¿Qué extraño fenómeno trocó en dogma inalterable a ciertas herramientas útiles para determinadas coyunturas externas pero desaconsejables en otras, como las retenciones, el desendeudamiento o los permisos de exportación? ¿Fue ella la que no escuchó o acaso los economistas que gravitaron en su entorno –entre ellos, Kulfas– no se hicieron escuchar lo suficiente? Son preguntas para que respondan otras disciplinas, como la psicología o la ciencia política, pero que quedan flotando tras digerir este volumen sobre economía.
La cautela excesiva, casi reverencial, con la que los economistas militantes abordaron los errores que justamente como militantes debieron haber discutido más, quizá incluso al costo de irse a su casa, pervive en ciertos tramos del libro. Uno de ellos es la frase que el autor dedica a deplorar la intervención oscurantista del INDEC que llevó adelante Guillermo Moreno, una cruza de charlatán de feria con matón de arrabal que sólo en medio de una gran confusión o como parte de un plan suicida puede haber tenido a su cargo las botoneras más importantes de la gestión. Esa destrucción deliberada de estadísticas vitales para la acción del Estado, llevada adelante por una patota de barrabravas mercenarios, es presentada apenas como “la introducción de una serie de cambios en la gestión del INDEC que terminaron afectando la consistencia y credibilidad” de los números. Si bien el autor admite que se trató de “uno de los mayores desaciertos de los períodos kirchneristas”, tanto eufemismo hace un poco de ruido.
Lo mismo que de Moreno puede decirse de Julio De Vido, el otro orgulloso y tenaz ejecutor de los desaciertos que más caro le costaron al kirchnerismo. Si bien Florencio Randazzo y Axel Kicillof avanzaron paulatinamente sobre sus dominios durante el último mandato, con buenos resultados para la gestión del transporte y (en menor medida) la energía, eso solo ocurrió después del espasmo que cruzó a la sociedad tras la masacre ferroviaria de Once y del sacudón político que significó la derrota ante Sergio Massa en 2013. Ninguna figura de peso al interior del gobierno o de su núcleo de apoyos se le animó antes. O si lo hizo no nos enteramos, que es más o menos lo mismo. Los pocos ámbitos de debate fuera del dispositivo de poder oficial donde las críticas heterodoxas se hacían escuchar, como los trabajos de Martín Schorr o de Claudio Lozano, solían ser tachados de “troskos” por la mayoría de los militantes kirchneristas. De ahí lo novedoso y a la vez disonante del enfoque del autor, que rema contra una corriente negadora y justificadora que se apoderó de gran parte de la producción intelectual y académica de los simpatizantes de la gestión que terminó en diciembre, quizá sin saber el daño que se autoinflingía.
Y, sin embargo, Kulfas sale airoso del desafío intelectual que se propone. Lo hace como un equilibrista, sin sacar los pies del plato ni renunciar al método de análisis que patentaron en los años ochenta desde la filial local de FLACSO investigadores consagrados como Daniel Aspiazu y Eduardo Basualdo, cuyos discípulos cuarentones (Nicolás Arceo, Mariano Barrera, el propio Schorr) terminaron la última década divididos –y en algunos casos hasta enfrentados– entre defensores y detractores del kirchnerismo, como casi toda familia progresista.
El autor extrae una conclusión interesante de la accidentada y extensa narración de los años kirchneristas: que sus gobiernos “fueron más hábiles en el cuestionamiento y la puesta en crisis de los preceptos del viejo régimen que en la formulación de las pautas de un sistema alternativo”. Que su ductilidad “pudo observarse mejor en el manejo de conflictos (que los hubo, y muchos) que en la planificación y gestión en tiempos de paz”. Pero que marcaron el fin del experimento neoliberal donde debe buscarse la explicación de un rendimiento productivo tan decepcionante como el del país en el último cuarto del siglo XX.
Lamentablemente, esa habilidad para combatir a la ortodoxia económica se quedó renga al no haber podido ofrecer a las mayorías un horizonte superador cuando la situación externa dejó de acompañar y cuando se agotó el combustible político del conflicto per se. Las viejas ideas del derrame y la apertura irrestricta vuelven a estar hoy “situadas en un ámbito de superioridad y dotadas de un supuesto halo de cientificidad”, tal como antes de las irreverencias K más valorables (la estatización de las AFJP, la intervención en los directorios de las grandes empresas o la estatización –tardía– de YPF), y más por error propio que por mérito ajeno. Pero que un ex funcionario haga una autocrítica tan sincera a pocos meses de que el péndulo se haya echado a mover en la dirección contraria no deja de ser un reflejo de vitalidad de la heterodoxia, si tiene aún algún significado una categorización tan vaga como esa. Vendrían bien algunas más.
Además de eso, Los tres kirchnerismos es también una buena piedra para tirarle a la vidriera ideológica del gabinete de los CEO. Un capítulo jugoso se aboca a desbaratar la tesis de la declinación, que endiosa al viejo granero del mundo soslayando su carácter desigual y oligárquico y que pondera aquel séptimo lugar en el ranking del ingreso per cápita que llegó a ocupar Argentina en 1908. Con los números justos y en base a un breve estudio comparado con las trayectorias de Estados Unidos, Australia, Chile, Brasil y Canadá, Kulfas muestra que el momento en que “se jodió la Argentina” –como dirían Vargas Llosa o su caricaturesco remedo porteño Fernando Iglesias– no fue el peronismo, como sostienen los tesistas de la declinación, sino la última dictadura militar, con su proyecto deliberadamente antiindustrial, sus más de 15 mil fábricas cerradas y sus 27 trimestres consecutivos de caída del empleo en el sector manufacturero.
Los cursos de acción copy-paste que proponen con candidez impostada y con marketing de charla TED alfiles de Macri como Gustavo Lopetegui o Francisco Cabrera (“tenemos que hacer como hace Australia”, “no hay nada que inventar”, “elijamos un país desarrollado y usemos las recetas que le funcionaron”) soslayan la historicidad de los procesos de acumulación, la naturaleza del colonialismo y el imperialismo y la indisimulable propaganda de los viejos países proteccionistas y estatistas contra el proteccionismo y el estatismo de la actualidad. Como si el coreano Ha-Joon Chang no hubiese escrito su Retirar la escalera, y como si no fuera bastante obvio ya para los estructuralistas o los marxistas la idea principal de Chang: que las potencias industriales procuran que los países atrasados no apliquen las recetas que les permitieron a ellas dejar de serlo.
La tesis de que no hay un modelo kirchnerista puede resultar frustrante para quienes se educaron en la lógica de bancar y ahora pretenden resistir con aguante, desde el parque Centenario o cuando hace frío tuiteando frente a la TV clavada en alguno de los conductores-estampita que sobrevivieron a la limpieza étnica del macrismo. Pero sin dudas resulta útil para entender las contradicciones de una época que además de Moreno y De Vido tuvo como protagonistas a Alberto Fernández, Roberto Lavagna, Amado Boudou, Sergio Massa, Sergio Berni, Mercedes Marcó del Pont y Axel Kicillof. Y también las contradicciones de una región que navegó una de sus décadas más dinámicas de la historia, en las que cada país combinó como pudo Estado con mercado, ortodoxia con heterodoxia y políticas sociales con inversión extranjera.  
Matías Kulfas, Los tres kirchnerismos. Una historia de la economía argentina 2003 – 2015
Siglo XXI Editores, 2016, 240 páginas

Lúcido análisis de Roberto Gargarella sobre el momento presente - Clarin 21-6-2016



Kirchnerismo: razones para entender su descalabro

Debate
Roberto Gargarella
Para quienes hemos sido críticos del kirchnerismo, el fin del gobierno anterior constituyó una noticia auspiciosa, que abrió espacio para que, en la actualidad, más pausadamente, podamos pensar sobre los significados e interrogantes dejados por el paso de los Kirchner por el poder. Una pregunta particularmente relevante respecto de esos años, se relaciona con el abrupto final de dicha experiencia -específicamente, con la naturaleza, los modos y la inusitada velocidad de dicho final.
Cómo se explica el desmoronamiento del notable aparato entonces montado –un aparato que incluyó radios, televisoras, diarios, revistas, productoras de cine y publicidad, etc., junto con una multiplicidad de rentables negocios con empresarios privados? (metáfora de lo expuesto fue que, sin que hubiera pasado siquiera una semana de la asunción del nuevo gobierno, los dos principales contratistas del kirchnerismo empezaran a despedir gente y a desguazar las empresas que habían construido durante años).
¿Cómo pudo caerse todo, en apenas días, y con ese vértigo? Algunas respuestas pueden encontrarse indagando en los modos en que el kirchnerismo lidió con las cuestiones coyunturales y, sobre todo, en la forma en que enfrentó los desafíos de más largo plazo.
Sobre la coyuntura, un hecho que marcó la vida del kirchnerismo -como tiende a hacerlo con casi cualquier gobierno- es la dificultad para administrar una cotidianeidad que parece siempre desbordante. En países como el nuestro, en particular, el día a día en el poder resulta tan agobiante, que la gestión amenaza con quedar reducida a intentos atolondrados por paliar la crisis última o más acuciante: se trata, todo el tiempo, de “apagar el incendio” de las últimas horas, con lo cual se pierde capacidad para pensar más allá de mañana.
Para no terminar sometiendo la administración, como suele ocurrir, a la más feroz coyuntura, es necesario no sólo tener formación e ideales sino, sobre todo, dedicar parte importante de las estructuras de gobierno a reflexionar, criticar y pensar más allá de la desesperación propia del día a día. El gobierno de los Kirchner resultó, en este respecto, particularmente decepcionante, sobre todo (pero no sólo) en sus últimos años: se vivía y actuaba con sujeción a las urgencias de la coyuntura, dando respuesta a las mismas a partir de reacciones intuitivas e inconsultas, provenientes del mismo jefe de gobierno. Ningún ser superdotado, sin embargo, puede responder racional y razonablemente al imparable acoso de las demandas del momento. Mucha menos sensatez puede esperarse, por supuesto, de un conductor que -como suele ocurrir- dista de ser un superdotado.
Un problema adicional del kirchnerismo, hijo de la dinámica expuesta, residió en la actitud de sus “amigos” más cercanos. Ellos (intelectuales, ONGS, artistas), casi sin excepción, se preocuparon por disimular o racionalizar cualquier reserva frente al gobierno, ocultando cualquier línea de crítica bajo habituales catilinarias plenas de elogios desbordados. El precio de tal disimulo de la crítica fue su virtual irrelevancia. De ese modo ocultas, las críticas no eran advertidas, o no eran reconocidas como tales, perdiendo así centralidad e importancia. No interesa aquí, en todo caso, criticar a quienes no fueron críticos. Se trata de señalar la tragedia de un gobierno que resulta elogiado por quienes están en condiciones de mejorarlo –la tragedia a la que se condena, de ese modo, a los gobernantes aliados.
Más grave que todo lo anterior fue otro rasgo propio del kirchnerismo, sin dudas vinculado con los elementos anteriores. Me refiero a su decisión de no construir alianzas para el futuro, sino pactos para ganar (dinero o elecciones, lo mismo da) en el más corto plazo. Otra vez: no presento lo dicho como una crítica, innecesaria a esta altura frente a un gobierno que ya se ha ido. Digo lo anterior para dar cuenta de una tremenda desdicha.
Recordemos: la Argentina tuvo gobiernos que (para bien o mal) usaron toda su energía política para sembrar escuelas; y otros que extendieron hasta lo inimaginable las fronteras de la producción agraria. De modo similar, la Argentina encontró en el peronismo a un gobierno que ató su continuidad a la organización de los sindicatos; y en el desarrollismo a otro que apostó a ganar sobrevida sentando las bases de la industria pesada.
El kirchnerismo, en cambio, decidió vivir sólo la coyuntura, embriagado por la avidez de negocios capaces de asegurarle beneficios inmediatos. En lugar de sentar los pilares estructurales de su permanencia, el kirchnerismo prefirió vivir en base a acuerdos efímeros, dependientes del control de las arcas y del aparato coercitivo, y atados por tanto al manejo del poder concentrado.
De allí que, una vez removido del vértice, se perdieran las arcas, y así el grueso de las lealtades alimentadas por el dinero, y así también la totalidad de las complicidades generadas por su poder de amenaza. Por ello hoy, a varios meses de su partida, no encontramos nuevas tierras fértiles que cultivar; ni un país regado de escuelas; ni una organización sindical floreciente; ni los pilares básicos de la industria pesada; sino los rastros de una gestión basada en emparches. Son estos datos –la opción por el negocio, la ganancia o el acuerdo inmediatos, antes que la apuesta por la construcción de bases y alianzas estructurales- los que explican la dimensión, la espectacularidad, y el vértigo con que un proyecto en apariencia sin fin, en instantes apenas se derrumbara. Muchos de quienes fuimos críticos estables del kirchnerismo tuvimos dudas sobre cuándo terminaría dicha experiencia, pero ninguna sobre el modo en que lo haría: cada una de las acciones con que construía poder, anticipaba el modo estrepitoso y súbito de su caída.

viernes, 10 de junio de 2016

LA PRECARIEDAD ES EL PEOR PROBLEMA LABORAL DEL PAÍS Claudia Danani en EL ECONOMISTA 10-6-2016

“LA PRECARIEDAD ES EL PEOR PROBLEMA LABORAL DEL PAÍS”


“No hay posibilidad de que en una sociedad como la argentina, que venía de una historia de mayor formalidad respecto al resto de países latinoamericanos, persistan en el largo plazo índices de precariedad de entre el 30 y el 33% sin cierta tolerancia. Y no una tolerancia light, sino una tolerancia activa de esas condiciones de desprotección”, dice Claudia Danani, doctora en Ciencias Sociales y docente e investigadora de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) y la Universidad de Buenos Aires (UBA). Para Danani ese es el legado neoliberal: el consenso en torno a la idea de que el trabajo formal, protegido y asociado a derechos es algo del pasado y que trabajar significa cumplir con una obligación individual orientada a la subsistencia.
Danani escribió junto al economista Javier Lindenboim un estudio sobre la situación laboral en Argentina, que fue incluido en el libro de reciente publicación Workers and the global informal economy (Routledge). En diálogo con El Economista analiza el escenario de los últimos años, incluyendo una mirada sobre la flamante gestión de Cambiemos, cuyas iniciativas en ese plano considera regidas por argumentos tan clásicos como falaces. “Si fuera cierto que el crecimiento del empleo está atado a la reducción de costos laborales, el neoliberalismo en los ‘90 habría producido en la Argentina una explosión de empleo”, sintetizó.

En el trabajo mencionan un escenario laboral en Argentina, previo a 1970, muy distinto al actual. ¿Cómo era entonces y qué determinó el cambio?
Argentina siempre fue considerada entre los estudiosos latinoamericanos como un país cuya característica era una relativa menor desigualdad, con un mercado de trabajo “moderno”, con una situación de relativa formalidad y una institucionalidad mayor que la de otras sociedades latinoamericanas. Esta situación cambia radicalmente en la década de 1970, cuando empiezan a crecer los Destacado precarizacionindicadores de desigualdad laboral y social. La Argentina se “latinomaericaniza” en el peor sentido. Nosotros hacemos hincapié, dentro de las condiciones de irregularidad, en el trabajo precario, que sin duda es el peor problema laboral que enfrenta la Argentina. Es el que marca ya no solamente la diferencia cuantitativa de la desigualdad, sino una desigualdad más profunda, que hace a un cambio de patrón en las relaciones sociales y laborales.

Ustedes señalan que la instalación del régimen neoliberal dejó una “naturalización” del espacio ocupado por el trabajo precario. ¿A qué se refieren?
Esa afirmación cobra mayor fuerza en la reconstrucción histórica particularmente referida a la década del ‘90. Porque uno puede hablar en la Argentina del neoliberalismo en los ‘70, con la dictadura militar, que sin duda sentó las bases para la transformación regresiva del régimen de acumulación, pero en realidad la hegemonía neoliberal fue alcanzada en los ‘90. Fue la década menemista la que produjo ese efecto y para nosotros es crucial, porque no hay posibilidad de que en una sociedad como la argentina, que venía con una historia distinta de mayor formalidad e institucionalidad, persistan en el largo plazo índices de precariedad de entre el 30 y el 33% sin cierta tolerancia. Y no una tolerancia light, sino una tolerancia activa a esas condiciones de desprotección. Ese es el legado neoliberal: que el trabajo formal, protegido, asociado a derechos es algo que haya quedado en el pasado y que se haya aceptado que el trabajo es solamente una obligación, la obligación de cada uno de nosotros de mantenernos por nosotros mismos, pero sin generar compromisos. Y aunque resulte doloroso o antipático decirlo, no se trata solamente un comportamiento empresario o de falta de cumplimiento de los funcionarios estatales; esto se ha hecho carne en la sociedad, se ha convertido en un hecho de cultura y en ese sentido tiene una enorme capacidad para transformar de manera regresiva las relaciones sociales.

Es interesante pensar que el neoliberalismo dejó, en algún punto, nuevos conceptos.
Nuevos conceptos, una nueva sociabilidad que admite que la desprotección es un dato y que a algunos les toca. Nuevos conceptos que nos descomprometen respecto de lo colectivo y hacen que empecemos a aceptar una serie de situaciones, de vulnerabilidad, de precariedad, de incumplimiento, que empiezan a recaer en los hombros de las personas. Son las personas las que son crecientemente culpabilizadas o utilizadas como explicación de la situación que están pasando.

Claudia Danani
Claudia Danani: “Sin duda la responsabilidad estatal es principal. Nadie puede transferir ni justificar la inacción estatal porque la sociedad haya recorrido este camino de naturalización. No puede ser un atajo, una justificación”.

Pese a que hablan de un fenómeno extensivo a toda la sociedad ¿el Estado mantiene un rol diferencial?
Sin duda la responsabilidad estatal es principal. Nadie puede transferir ni justificar la inacción estatal porque la sociedad haya recorrido este camino de naturalización. No puede ser un atajo, una justificación.

En ese sentido, ¿cómo se comportó el Estado, en materia laboral, durante los últimos años?
Entre el 2003 y el 2015 hubo en las políticas laborales un movimiento de contrarreforma neoliberal: se tomaron una serie de políticas que tendieron a poner en cuestión el crecimiento y la naturalización del trabajo precario como normalidad. Eso para nosotros es indudable, así como es indudable que fueron intentos insuficientes y no alcanzaron su objetivo. Porque cuando digo que no se perforó el piso de 30% de trabajo en negro estoy hablando de que no se perforó a pesar de que hubo políticas cuyo objetivo único fue el blanqueo del trabajo, como la ley sancionada en 2014 de Promoción del Empleo Registrado y Prevención de Fraude Laboral.

Las políticas laborales que ha impulsado el gobierno de Cambiemos en estos meses de ejercicio muestran una idea de formalización atada a la reducción de los costos laborales para los empresarios. ¿Qué opinión le merece?
Ese es un clásico argumento neoliberal, falaz. Si fuera cierto que el crecimiento del empleo está atado a los costos laborales el neoliberalismo en los ‘90 habría producido en la Argentina una explosión de empleo y lo que produjo fue una implosión, porque el empleo cayó numéricamente, pero además se derrumbó la calidad del empleo existente hasta entonces. Fue un máquina de producir precariedad. Ese es un argumento que justifica la renuncia a los derechos a cambio de los puestos laborales en situaciones de crisis e incluso de alguna ventaja salarial.
Puntualmente, el Gobierno ha tenido dos intervenciones en el campo laboral. Una es el veto a la ley antidespidos y la otra el proyecto de la ley de empleo juvenil, que precisamente hace eso: se disminuye los aportes patronales para estimular el empleo juvenil. Yo específicamente formé parte de una investigación en la década del ‘90 en el marco de lo que entonces desde el Ministerio de Economía se conoció como “plan joven” y mi trabajo fue hacer entrevistas a las empresas relevando las demandas, las posiciones y las disposiciones de los empresarios a contratar jóvenes bajo el amparo del programa y era muy perturbador ver cómo detrás de los encendidos discursos gubernamentales de entonces estimulando y hablando bien del programa, los empresarios decían que ellos podían tomar jóvenes en esas condiciones y cuando se terminaban los beneficios del programa los echaban y tomaban a otros para volver a tener los beneficios. De manera que la rebaja de los aportes para producir empleo es una medida extraordinariamente negativa que lo que hace es reforzar la naturalización de la precariedad, porque en realidad hace que las personas se resignen a elegir entre trabajo precario o nada.


El Gobierno ha tenido dos intervenciones en el campo laboral. Una es el veto a la ley antidespidos y la otra el proyecto de la ley de empleo juvenil, que precisamente hace eso: se disminuye los aportes patronales para estimular el empleo juvenil.



¿Qué políticas serían útiles para paliar la informalidad?
Me parece que hay que profundizar la aplicación de la ley contra el fraude laboral, que sí establece una reducción de aportes, pero no temporales ni para generar empleo, sino permanentes y en unidades económicas muy pequeña –con 2, 5, 10 empleados–, que están siempre en el borde del incumplimiento, con la condición de que tengan todo el personal blanqueado. Ahora, eso y cualquier otra medida requiere una activísima intervención estatal en las inspecciones, en todas sus órbitas. Hay una cosa muy grave y es que los estados provinciales no hacen inspección porque como los ingresos de la seguridad social van a la seguridad social nacional, al Estado provincial no le importa porque no forma parte de sus arcas. Entonces, hay que redoblar los mecanismos de control, hay que mejorar la legislación y en el sector de las microempresas hay que pensar políticas de largo plazo para no hacerse cómplice de la economía en negro. Además hay que integrar el sistema de control laboral con el sistema de control económico. Porque las empresas que negrean no negrean solamente al sistema previsional o al sistema de obras sociales, negrean la actividad económica: esconden ganancias. En muchos casos en realidad tienen trabajo en negro para que no se vea cuánto producen y cuál es la ganancia real de las empresas. Entonces, la integralidad de los sistemas de información es fundamental. No podemos tener un mercado de trabajo en blanco sin una economía en blanco.