Columna aparecida en El Cronista, el 20-12-2019
Es notable en Argentina
la dificultad por llamar a las cosas por su nombre y la vocación por etiquetar
vacuidades. Uno de estos ejemplos es el modo de denominar la necesidad de
actuar sobre los desequilibrios notorios, persistentes y frustrantes que
muestra la economía de nuestro país.
Por lo general ese
hábito va de la mano de otro: la simplificación extrema de las complejidades
inherentes a la sociedad moderna y, por tanto, el apego a consignas facilistas.
Nos empecinamos en no
reconocer que una parte no pequeña de la bonanza de la primera década del siglo
XXI se originaba, como en gran parte de América Latina, en una novedad mundial
que cambiaba el recorrido de la evolución de los términos de intercambio. Esa
relación entre los precios de las ventas y los de las compras en el exterior
(muy desfavorable para toda América Latina en la segunda mitad del siglo XXI)
se dio vuelta como una media.
Los precios de los productos
primarios de exportación latinoamericanos crecieron de modo inusitado (el
petróleo, por ejemplo, pasó de 20 dólares en 2002 a 140 en 2009 antes de la
crisis financiera cuando cayó a 40 dólares; su recuperación lo mantuvo en las
cercanías de 100 dólares hasta 2015). Ese proceso para los combustibles
alimentó el desempeño de Venezuela, de Ecuador o de Bolivia, así como el de la
soja incidió en Argentina o Brasil. Y no fueron los únicos bienes ni los únicos
países que recibieron este enorme impulso que empezó a declinar al comenzar el
segundo decenio de este siglo.
La mayoría de nuestros
países no concretaron modificaciones a su estructura productiva, quizás
convencidos de que ese buen momento sería permanente o, al menos, más
perdurable. Al carecer de ese soporte se hizo imprescindible afrontar los
desafíos volviendo a la realidad de las limitaciones de nuestra configuración
productiva. Esta tiene atraso tecnológico, escasez de inversión (no necesariamente
de ahorro), escaso apego a las normas legales y a las obligaciones fiscales,
alta confianza en que medidas mágicas producirían de inmediato la solución
deseada. En cada uno de los momentos de cierto dinamismo económico, los
sectores beneficiados, en particular las capas medias, tienden a concebir sus
mejorías como logros propios y permanentes por lo que los cambios
macroeconómicos les producen mayor decepción y desapego.
Argentina tiene, en ese
contexto, algunas peculiaridades, en particular por ser el único país en el que
se considera que hay sólo un sector político (que, a su vez, se ve a si mismo
como la encarnación de la Nación) con capacidad de afrontar las dificultades y
construir el futuro apetecible.
Así, se observa aunque
termina siendo difícil de comprender, la asunción de propuestas denostadas
hasta hace unos momentos (el equilibrio fiscal, en lugar destacado) que ahora
son expuestas con naturalidad, maquilladas con el argumento de que se trata de
tragos amargos sólo necesarios por la pésima gestión precedente.
De un plumazo se borra
así la larga historia de estancamiento productivo del país, la sucesión de
orientaciones políticas divergentes (incluso desde una misma facción política),
la fuerte irregularidad de nuestro ciclo económico (caemos un año de cada
tres), la mencionada escasez de la tasa de inversión, la pérdida de la
participación del salario en el ingreso nacional desde mediados de los setenta,
seguida de una recuperación importante a la salida de la crisis de 2001 pero
sin condiciones de sustentabilidad (subsidios crecientes, desaparición de
superávits fiscal y externo) que empezaron a mostrarse en el segundo mandato de
la Dra. Kirchner y eclosionaron en la segunda mitad de la gestión macrista.
Ya en 2011 se ensayó –con
aquello de la “sintonía fina”- un esbozo de ajuste sin llamarlo tal. Ahora hubo
una constante andanada contra toda propuesta de Cambiemos por atender a algunos
de los temas nodales (como el de la sostenibilidad fiscal y externa) no criticándolo
por los reales o supuestos errores de implementación sino en su conjunto. No eran
cosas que hacían falta, se decía
Ahora, al margen de
algunas medidas acotadas, la formulación “hay que poner plata en el bolsillo de
la gente” se expresa en “cuanto hace falta sacar de los bolsillos de la gente”
para arreglar el desaguisado recibido. Al no irse a fondo y en serio, se
repiten formulaciones a veces huecas pero que, convengamos, tienen andamiento
en vastos sectores de la sociedad.
Al no estar convencida
la dirigencia ni la sociedad de que se trata de problemas extremadamente
complejos y que requieren seguramente lapsos no acotados, entonces se reemplaza
esa explicitación por consignas que siguen encubriendo los problemas como si
estos se resolvieran por sí mismos.
El caso del sistema
previsional es –quizás- un dramático ejemplo. Desde la reforma de hace un
cuarto de siglo, sólo se cambió el manejo de los cuantiosos fondos (de manos de
las AFJP a las arcas públicas) sin cambiar nada de su estructura básica y sólo
atendiendo a los heridos con moratorias sucesivas pues no resuelven las
cuestiones centrales. La negativa a sentarse a discutir seriamente ha llevado
sucesivamente a parches que cada vez más rápidamente muestran su insuficiencia
sino su ineficacia. No se conoce aún la opinión de los especialistas que
miraron siempre con recelo la gestión macrista por las presumidas propuestas
retrógradas que impulsaría frente a las nuevas medidas planteadas en el marco
del paquete económico oficial, que al menos temporalmente, vuelve a dejar al
arbitrio de la autoridad presidencial los ingresos y el futuro de ese amplio
sector de la sociedad (suspensión de los ajustes periódicos legales y de
regímenes especiales, por ejemplo).
En estos días en que
seguramente tendremos en manos del nuevo gobierno atribuciones excesivas
dirigidas a resolver las urgencias, que son muchas, perderemos otra vez la
oportunidad de discutir acerca del horizonte por alcanzar y los medios para
ello. Por eso sólo nos queda, negando el ajuste, hacer el ajuste. Y punto. Una
verdadera lástima
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