Columna aparecida hoy en Clarín, 21-8-2020
La angustia de millones de hogares argentinos por la situación deficitaria en materia de empleo y de ingresos suficientes se potencia si no acertamos a enfocar adecuadamente tanto la fotografía del momento como, de manera especial, la película en la que estamos inmersos.
Un botón de muestra es la descripción de lo que pasa con el empleo. En los años últimos, sea por desconocimiento o por mala intención, se ha repetido en variados ámbitos que se han perdido miles de puestos de trabajo.
Veamos. Según las recomendaciones de la OIT adoptadas por las estadísticas oficiales en Argentina, los ocupados son las personas que han trabajado un mínimo de horas durante un lapso de referencia. Todos ellos pueden desempeñarse en diversas “posiciones” dentro del proceso productivo, es decir Asalariados o No Asalariados, por ejemplo.
Ente los primeros puede tratarse de personal en relación de dependencia cuyo vínculo laboral se establece de acuerdo a las normativas legales correspondientes (a los que llamamos asalariados registrados) o bien de personal dependiente con vinculación “irregular” a los que llamamos no registrados o precarios (a veces, para enturbiar las cosas, también se les da el nombre de “informales” pero agrega ambigüedad y no precisión a la descripción). También los asalariados pueden depender de un empleador privado o de uno estatal (público).
Por su parte los No Asalariados pueden ser trabajadores por cuenta propia o empleadores los que también podrán o no estar registrados en el sistema de seguridad social.
De manera que si hablamos del conjunto de la fuerza laboral sobre la que formulamos una apreciación, lo lógico es que aludamos a la totalidad de sus partes componentes.
Desde ese punto de vista, una aproximación a lo ocurrido en los últimos cuatro años puede lograrse comparando los resultados de la Cuenta Generación del Ingreso e Insumo de Mano de Obra elaborada por la Dirección de Cuentas Nacionales de INDEC. Entre el primer trimestre de 2016 e igual lapso de 2020 los resultados indican que se crearon más de un millón de nuevos puestos de trabajo (incluso un poco más si no contamos el primer trimestre de este año).
También los datos indican que hasta comienzos de 2018 se llevaban creados más de setecientos mil puestos laborales, lo que se deterioró fuertemente a partir del segundo trimestre de ese año. Esto en cuanto a la cuantía total de la fuerza laboral. Si miramos su composición allí los números empiezan a mostrar rasgos más que preocupantes. Los asalariados disminuyen (entre comienzos de 2016 y de 2020) en unos 50000 puestos. Dentro de ellos el aumento de los dependientes del Estado no alcanza a compensar la pérdida de puestos asalariados registrados del sector privado (-168000).
Aquí también, si nos detenemos a comienzos de 2018, todas las variaciones eran positivas por lo que la debacle también corresponde al último bienio.
Las categorías que salen airosas son tanto la de asalariados no registrados como la de no asalariados. Entre ambas, explican la mayor parte del aumento total de los puestos de trabajo del país en el período mencionado De manera que son los asalariados registrados del sector privado los que efectivamente han perdido cierto número de integrantes.
Dado que en el conjunto los asalariados registrados son aproximadamente la mitad y dentro de ellos dos tercios son del sector privado puede decirse que el deterioro de ese componente es sin duda significativo.
La pregunta, sin embargo, es si esto refleja algo circunstancial o más sustantivo. Para eso podemos mirar los últimos cuatro períodos presidenciales: en los casi cinco años del gobierno de Néstor Kirchner –siempre según la CGI de INDEC se crearon 2,3 millones de esos puestos. En el primer período de gobierno de su esposa sólo se creó un tercio de esa cuantía y en el segundo gobierno de Cristina Kirchner apenas 400000 (algo así como un sexto de lo ocurrido durante el gobierno de su esposo).
Claro que era una declinación importante pero todavía algo de ese empleo se creaba. En cambio durante el gobierno de Macri cambió el signo y hubo una pérdida neta de unos 50000 puestos. Más allá de las cifras, no parece haber dudas que la absorción de puestos de trabajo asalariado registrado en Argentina era cualquier cosa menos sólida al momento de la transición gubernamental a fines de 2015.
Si prestamos atención a los asalariados no registrados, también durante el gobierno de Néstor Kirchner hay un récord: casi 900000 nuevos puestos precarios en ese lapso, casi un 80% más que a lo largo de los años ‘90.
Estas referencias no modifican la mirada fuertemente crítica en materia laboral del gobierno de Cambiemos. Pero lo contextualizan de manera diferente.
Ponen en evidencia que los males estructurales de Argentina no fueron removidos en los largos y propicios años de la primera década del siglo actual. De hecho en estos veinte años, el 40% de ellos fueron de disminución absoluta del producto y la tasa de inversión no dejó de disminuir.
Con niveles de inversión por debajo del 15% , como venimos arrastrando desde hace al menos una década, es inimaginable la recreación de un contexto de dinámica productiva estable y competitiva. Mucho menos, claro está, con la pandemia que no hace más que agregar dramaticidad a la muy delicada situación económica y social de Argentina.
Es por eso que al alivio que se supone traerá aparejado el arreglo con los acreedores externos (con contratos con sede en Nueva York) deberá agregarse la regularización de la deuda con sede local y, especialmente, la renegociación con el Fondo Monetario Internacional. Para todo esto, hace falta un horizonte, un plan. Y, para ello, es imprescindible no equivocarse en la evaluación de cuál es nuestro verdadero punto de partida y cuáles los orígenes efectivos, no los declamados, de nuestra crisis estructural.
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