ARTÍCULOS DE OPINIÓN
Las dos cosas a la vez
Vicente Palermo*
Por definición, el capitalismo produce desigualdad. La sabiduría convencional durante décadas nos hizo creer que las cosas no eran tan así: que la trayectoria de la distribución de los ingresos se trataba de una curva, en los primeros tiempos de desarrollo capitalista la desigualdad aumentaba, pero un capitalismo más maduro era capaz de introducir una tendencia más igualitaria. La experiencia y las investigaciones demostraron que, lamentablemente, esto no era así. La reversión de las experiencias capitalistas más integradoras, aquellas que se fueron preparando en el cuenco noroccidental después de la Gran Crisis y florecieron en la Posguerra, ha sido un proceso trágico. Las iniciativas de internacionalización financiera desde los 70 tuvieron como telón de fondo, más pronunciado aún desde de 1989, la pérdida del miedo de las clases dominantes ante la amenaza social “comunista” (no me refiero a la URSS sino al anticapitalismo potencial de los sectores populares que terminada la SGM era un fantasma verosímil). Y al desarrollo de vastos procesos tecnológicos que pusieron fin a la edad de oro del trabajo, al liquidar los sistemas tayloristas – fordistas que eran sus bastante sólidos pilares. Como consecuencia de todo ello y de la eficacia política de una derecha “neo” (conservadora, liberal), por lo menos desde Reagan y Thatcher (en verdad la internacionalización financiera desde los 70 fue un proceso eminentemente político), la curva de la desigualdad ha conocido una inflexión regresiva severa. Inflexión que acusan las investigaciones; muchas, pero la más conocida de ellas, la de Piketty, quien sostiene que si la tasa de retorno del capital es superior a la del crecimiento del producto, entonces la agudización de la desigualdad es inevitable.
Tomando en cuenta los elementos de juicio, parece difícil hacerse ilusiones: el capitalismo que mientras crecía financiaba el “estado de bienestar” probablemente haya sido un paréntesis algo ilusorio dentro de una historia más lúgubre. Si esto se aplica a los así llamados países centrales, es aún más pertinente para los países periféricos. Estos tienen crónicos problemas de productividad (que sólo las economías que partieron como muy abiertas pudieron superar) y están sempiternamente sujetos a dificultades de balanza de pagos y fuga de capitales, y las recurrentes crisis de sus capitalismos conducen, por regla, a ajustes regresivos con impactos en el empleo y el ingreso.
Pero esto no es todo lo que puede decirse, a mi juicio, del capitalismo. El capitalismo no solo genera desigualdad, también genera prosperidad, al menos prosperidad material. Casi diría que el capitalismo, a juzgar por los desempeños históricos, es el único sistema conocido capaz de crear prosperidad... y de expandirla socialmente. Si se compara con los sistemas históricos, estos eran sin duda capaces de una prosperidad, pero limitadísima en su ritmo y en su alcance. La alegoría del buen y del mal gobierno de Pietro Lorenzetti se pintó en una Siena rodeada de un mar de pobreza: los buenos gobernantes de la época, cuando los había, no tenían mucho que hacer al respecto. El capitalismo es capaz, en cambio, de mejorar sustancialmente las condiciones de vida de las masas, no en términos relativos a la riqueza agregada, sino en términos absolutos. Más interesante aún es la comparación de desempeños con los sistemas que fueron concebidos para superar el capitalismo. Los rendimientos comparados del sistema socialista no dejan lugar a dudas, porque las experiencias históricas son muchísimas. Este sistema ni de lejos ha tenido la capacidad de crear prosperidad, o de ampliar el alcance social de la misma, que tuvo y tiene el capitalismo. Su capacidad de creación de riqueza es sustancialmente inferior, aunque en algunos casos, y de modo bastante relativo, haya tenido un rendimiento siquiera mediocre en la generación de igualdad (como es el caso de Cuba, por ejemplo). La experiencia china de los últimos años es, me parece, más que elocuente: a medida que se abrió al capitalismo han ido aumentando al mismo tiempo la prosperidad, la mejora material de las masas y... la desigualdad. Nada sugiere que esa desigualdad vaya a disminuir en el futuro, pero la prosperidad y la mejora material de las masas probablemente continúen.
No quiero abusar pero, parafraseando a Churchill, diría que el capitalismo, próspero y desigual, es el peor de los sistemas posibles exceptuando todos los otros. No pongo en duda la pertinencia de quienes luchan, o procuran imaginar, sistemas superadores. Respeto mucho eso pero, dado que ya pasé hace un tiempo los 50, me interesa ver a la gente de mi patria mucho mejor de lo que está, y no creo que en plazos que yo pueda imaginar eso dependa de superar el capitalismo sino de pelearse mejor con él. Porque el capitalismo es muy malo, no solamente genera desigualdades en niveles que superan al menos mis patrones éticos, sino también se lleva muy mal con la naturaleza (solo se lo puede defender, en este punto, si se lo compara con los fenecidos sistemas socialistas, que en lo que se refiere al medio ambiente eran de terror). Y también se suele llevar a las patadas con la democracia: por un motivo elemental ¿cómo podría ser gobernado democráticamente el capitalismo? El gobierno democrático del capitalismo es siempre limitado, y no es el demos, sino los capitalistas, los que manejan una variable clave, la tasa de inversión. A veces los estados consiguen meter la cuchara en eso – como por ejemplo en los arreglos socialdemócratas que tanto extrañamos – pero apenas un poco, otras los estados conducen directamente el proceso de inversión como en casos del sudeste asiático, pero por lo general cuando así ocurre es el estado el que también se apropia o evita la democracia. No obstante, a la larga, capitalismo y democracia están condenados a vivir juntos, porque se necesitan y se odian mutuamente. Pero el peligro de que el capitalismo vacíe la democracia es siempre real.
Antes de continuar, me adelanto a la objeción de que hay varios capitalismos realmente existentes, varios modelos o modelizaciones a partir de las experiencias reales. Esto sin duda es cierto, pero creo que los rasgos que he señalado son comunes a esos modelos, y sirven para encuadrar adecuadamente el tema que aquí nos preocupa, el de la igualdad en la Argentina de hoy. Retomando el hilo, si el capitalismo es capaz de prosperidad, es porque cuenta con un motor muy potente y temible, motor que en formas más primitivas la humanidad conoce desde tiempos remotos: el mercado. Claro que el mercado capitalista es una forma social relativamente reciente que, como argumenta Polanyi, no tiene nada de natural, fue constituída literalmente a sangre y fuego por los poderes políticos. Como lo conocemos hoy, el mercado capitalista es una conjunción de derechos de propiedad, (bajos) costos de transacción y libre circulación de los factores productivos, que proporciona el mejor cuadro que conozcamos para el comportamiento de dos variables clave: la información y los incentivos.
Si aterrizamos en la Argentina, podemos decir que nuestro capitalismo cumple muy mal su promesa de prosperidad, que la mejora de las condiciones materiales de los sectores populares es lentísima, y que la desigualdad se ha incrementado en las últimas décadas. Nuestro modelo capitalista combina lo peor de casi todo: protección injustificada socialmente, rentismo galopante, atraso tecnológico, escasa innovación, sesgos contra los sectores que sí se renovaron y son competitivos, sistema tributario sin eficiencia asignativa, mercados organizados irracionalmente, etc. Rectificar nuestro capitalismo es tarea ímproba pero, ¿tenemos alternativa? Mi argumento es que si hacemos un esfuerzo colectivo por reformar el capitalismo doméstico este será capaz de crear más prosperidad, lo que es absolutamente indispensable, a un precio menor en desigualdad (se desprende que mi posición no es antimercado, es promercado). Al mismo tiempo, y tan relevante como esto, debemos atacar – una tarea que es política y político estatal – la desigualdad con base simultáneamente en los enfoques de igualdad de oportunidades e igualdad de resultados (discutidos por Natanson en un número anterior). Solo así podremos no ya mitigar, sino reducir sustancialmente la espantosa desigualdad que afecta a la sociedad argentina. Sin reforma del capitalismo no tendremos prosperidad, y sin poner en juego los enfoques de igualdad de oportunidades e igualdad de resultados esa prosperidad no se traducirá en una mayor igualdad.
La concepción “liberal” de igualdad de oportunidades, que está enderezada (teóricamente) a brindar a cada ciudadano posibilidades reales para que este desenvuelva y ejerza sus capacidades (forzosamente desiguales), se articula (en teoría) bien con el mercado capitalista. Miradas las cosas desde este ángulo, la práctica de igualdad de oportunidades apuntaría a poner a cada invididuo en sus mejores condiciones posibles... para competir en el mercado. Hay muchas políticas públicas que cuentan con fuerte aprobación social. Programas, por ejemplo, orientados a brindar las mejores oportunidades educativas a jóvenes cuyos ingresos no les permitirían acceder a ellas, son de este cuño. Del mismo modo, el establecimiento de cupos de ingreso universitario practicado desde hace unos años en Brasil, encuadra dentro de esta concepción, porque asume que dejar las cosas como estaban equivalía a negar oportunidades a jóvenes negros o mulatos tanto o más capaces. En otras palabras, hay en estos casos una inversión pública, o social (v.g. de instituciones privadas), destinada a igualar (en teoría) las oportunidades de hacer valer sus (diferentes) capacidades... para competir en el mercado (también para otras cosas, es cierto).
Pero cae de su peso que aunque este tipo de políticas sea (a mi entender) necesario y efectivo para emparejar oportunidades, es imposible que levante en algo la gravosa hipoteca de la desigualdad social contemporánea. Una política fiscal y contributiva que suponga, por ejemplo, cargas tributarias negativas y positivas según ingresos, fuertemente basadas en impuestos directos, si bien podría argumentarse que contribuye a mejorar las oportunidades de los que se benefician, eso es más bien secundario, lo esencial es que tiende a igualar (en teoría): tiende a establecer “techos” tanto como “pisos” sociales. Directamente, nadie está siendo ahí mejor preparado para competir en el mercado. Claro, hay políticas que tienen un poco de las dos cosas, y probablemente sean las mejores. La poderosa institución pública que el estado liberal argentino supo montar como escuela de educación pública laica, gratuita y obligatoria, y de gran calidad, igualaba las oportunidades de los chicos, pero también igualaba a los chicos... hasta en el guardapolvo blanco. Es cierto que entre el escolar de Mataderos, el alumno de Almagro y el educando de Barrio Norte esta igualación era simbólica, pero no menos poderosa. Pero en esencia las políticas de igualdad de resultados hacen lo posible (o lo imposible) para impedir que la desigualdad que el capitalismo genera permanentemente se salga de madre. Sería un absurdo procurar que el “piso” y el “techo” se acerquen tanto como para apagar las desigualdades (se destruirían, de ese modo, gran parte de los incentivos que apuntalan la prosperidad capitalista), pero al mismo tiempo hay niveles de desigualdad tan espantosamente altos (y Argentina se ha acercado a eso) que no solamente no tienen justificación ética posible, sino que afectan la vida en común y hasta la acumulación capitalista, quizás no cuantitativamente, pero sí cualitativamente; veamos el caso de los Estados Unidos, un país que se interesa en la igualdad de oportunidades, pero nada en la de resultados. La magnitud de su población carcelaria, y su composición étnica, ilustran la cuestión. A propósito, es significativo que en la Argentina de la desigualdad, el debate sobre el impuesto a las ganancias esté planteado en tan malos términos. No se puede afirmar (a mi entender) que el enfoque de la igualdad de oportunidades no constituya un bien público – del mismo modo en que el mercado lo es -; pero el enfoque de la igualdad de resultados es capaz a su vez de producir bienes públicos, porque una mayor igualdad social, en sociedades en las que la desigualdad es gritante, positivamente es un bien público: se proporciona a todos, lo paguen o no de su bolsillo.
En principio, cualquier política pública es tendencialmente incompatible con cualquier otra, en términos de asignación de recursos escasos. Pero, si se deja de lado esta obviedad, creo que no hay razón para pensar que ambos enfoques sean intrínsecamente incompatibles. Aún más, algunas políticas públicas admitirían una atención simultánea a ambos enfoques. Por ejemplo, si imaginamos lo que seriamente podría caber bajo el título de “Pobreza Cero” (promesa bastante sorprendente de Cambiemos), esto va mucho más allá del Bolsa Família brasileño o de la Asignación Universal por Hijo argentina (políticas que pueden estar bien, pero que no deberían ser comprendidas propiamente como encuadradas en ninguno de los dos enfoques). Ayudar a que los pobres dejen de serlo, cae de su peso, es mejorar sus oportunidades (aun sin igualarlas claro) tanto como tornar bastante menos desigual la sociedad. Y hablando de Argentina, verdaderamente parecemos padecer de esquizofrenia; somos una sociedad profundamente igualitarista en su cultura y en sus ideologías, y sin embargo hemos destruido uno de los instrumentos más poderosos para igualar oportunidades y resultados: la educación pública. Esa destrucción se debe a muchas causas, pero una de ellas es, paradójicamente, nuestro igualitarismo militante.
En suma, reforma del capitalismo enclenque que tenemos, políticas de igualdad de oportunidades y de igualdad de resultados, pueden y deben conjugarse. Y no se trata de pedir tiempo: nadie puede confiar sensatamente, por supuesto, en que los resultados de las políticas se manifiesten de la noche a la mañana, pero las víctimas del presente estado de cosas no pueden esperar. Las políticas no se pueden formular sobre la base de una secuencia en la que, a la larga, habrá un resultado (incierto). Su diseño debe suponer resultados, ya.
Para cerrar, una pregunta ineludible: ¿cuál será el actor sociopolítico que se haga cargo de semejante programa? Hoy por hoy no existe ese actor. No es el gobierno de Cambiemos, no es la oposición peronista, y ciertamente no lo es lo que queda del kirchnerismo.
Sin embargo, las fuerzas políticas se pueden reconfigurar, y establecer vínculos virtuosos de cooperación y competencia. Si al gobierno de Cambiemos le fuera más o menos bien, entonces el perfil de la oposición peronista debería aproximársele bastante pero para competir debería asimismo diferenciarse. En conjunto, estas fuerzas podrían expresar, cooperando y compitiendo, el programa de reformas, que dejaría a su vez espacio para una política de centroizquierda. No ignoro que la Argentina es un cementerio de ilusiones. Pero creo que hay que intentarlo una y otra vez.
*Socio del CPA.
Le Monde Diplomatique, n° 102, marzo de 2016.
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