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Se habla mucho de la tensión entre apertura y proteccionismo: la primera no parece viable socialmente; el segundo no lo es económicamente. Y de una integración global inteligente, que libere insumos y bienes de capital para ganar productividad y proteja la producción de bienes finales para preservar el empleo. Sin embargo, ante la creciente robotización de industrias históricamente intensivas en trabajo, el debate global entre apertura y proteccionismo plantea una nueva opción a futuro: ¿por qué en vez de proteger a la empresa empleadora (y al empresario) no protegemos al trabajador?
Este nuevo "proteccionismo inteligente" fue central en la reciente campaña electoral de los EE.UU. Como señalaba Derek Thompson en su columna en The Atlantic, mientras el debate sobre el trabajo local se centró en la protección contra lo que viene de afuera (protección de las empresas contra la competencia internacional), lo que la clase media americana necesitaba era protección contra adversarios internos: la inequidad geográfica y de ingresos, la incidencia de los monopolios o el aumento de servicios esenciales, como educación y salud. En la misma línea, el economista de Berkeley Brad de Long defendía el tratado comercial con México al decir que "si nos preocupa los niveles de empleo y salarios en los EE.UU. deberíamos cambiar las políticas monetaria, fiscal, tributaria, bancaria, regulatoria y cambiaria para modificarlos". Traduciendo libremente: comerciemos con México reduciendo el costo de producción local y apliquemos transferencias compensatorias a los perdedores de la globalización. En suma, protección del trabajo, no de la empresa. Protección, no proteccionismo.
La definición de esta "protección" tiene varias aristas. Incluye transferencias como el crédito fiscal que reciben los trabajadores de bajos ingresos; la remuneración del trabajo voluntario; propuestas como las de un piso mínimo de ingreso o un ingreso básico universal, o subsidios a la educación superior de los hijos de familias de bajos recursos.
También abarca las políticas activas en el mercado laboral, como reducir el costo del trabajo, el costo de buscar trabajo o las distancias entre lo que el trabajador trae y lo que el mercado le pide. En el Reino Unido, el recorte de la diferencia entre el costo laboral bruto (lo que imputa la empresa) y el neto (lo que cobra el trabajador) estuvo asociado a un rápido crecimiento del empleo. Los servicios públicos de placement laboral de los países escandinavos contribuyen a un mercado con alta rotación y bajo desempleo.
Pero en este frente tal vez la principal lección de los países más productivos y equitativos del planeta pase por la inversión en educación. Alemania invierte el 0,8% del PBI en reentrenamiento laboral; Dinamarca, paradigma de la "flexeguridad" laboral, el 2,3%. Y Francia asigna 1,2% del PBI a guarderías y educación temprana (primera infancia).
Naturalmente, transcribir este debate del primer mundo a nuestra realidad exige algunas modificaciones. Nuestros beneficios (asignaciones, pensiones, jubilaciones) son modestos pero universales, y de todos modos no hay margen fiscal para extenderlos. Lo mismo vale para las cargas sociales, que no pueden eliminarse sin una reforma tributaria integral. Y el problema de nuestra educación no es de precio, sino de calidad.
Pero el proteccionismo clásico debe ser complementado (y eventualmente reemplazado) por iniciativas como la certificación laboral, la educación técnica, los consejos de habilidades y las prácticas profesionalizantes. Y por una reforma laboral "nórdica" que, aunque hoy es lejana, es nuestra mejor apuesta para resolver el dilema del trabajo argentino
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