Quienes nos interesamos por los temas económicos o sociales solemos acceder a un conjunto de informaciones que luego procesamos en virtud de nuestra propia perspectiva de donde derivamos interpretaciones más o menos optimistas o preocupantes según el caso.
Así podemos hacer referencia al índice de desempleo, a la tasa de actividad, a la incidencia de la pobreza o a la variación del costo de vida o al salario real. Tras esas denominaciones, por lo general, hay consensos mínimos sobre el contenido de cada una o, más aún, sobre las diversas maneras en que puede ser aceptada su construcción como de carácter satisfactorio o bien, cuáles son los alcances o límites del indicador obtenido.
Sobre todo esto por lo común los organismos estatales correspondientes suelen construir metodologías que tienden a enmarcarse en recomendaciones internacionales producto de experiencias diversas.
Este mundo ideal no carece de inconvenientes. Por ejemplo, durante décadas hemos debatido acerca del significado y de las definiciones operacionales de la noción de informalidad. Para bien o para mal, a comienzos del siglo XXI, una conferencia de estadígrafos de la Organización Internacional del Trabajo aunó criterios y propuso una serie de normas para que de allí en más con la categoría de informalidad tendiéramos en todos lados a aludir al mismo tipo de fenómeno social.
El problema más difícil aparece cuando –cualquiera sea la motivación- se violentan las definiciones, se alteran arbitrariamente las metodologías o se malversan los datos que alimentan la construcción de indicadores.
Esto aconteció en Argentina en un doble sentido. Por una parte, y con el único propósito inicial de modificar el valor de un indicador (el Indice de Precios al Consumidor), se empezó un ciclo extendido a lo largo de casi una década de alteraciones ex profeso. Eso no sólo se instaló en la sociedad sino que dejó de utilizarse en el propio ámbito estatal uno o varios indicadores producidos por el INDEC. Este fue el caso durante la gestión Carlos Tomada en el Ministerio de Trabajo, en donde dejó de utilizarse a la Encuesta Permanente de Hogares luego de los manoseos a los que fue objeto a partir de fines de 2013 concentrando sus estudios y publicaciones en los datos de empleo registrado.
Pero, por otra parte, el segundo efecto no menos pernicioso es el que generó en el seno de la sociedad, la convicción de que ninguna información –especialmente de origen oficial- era utilizable y, por lo tanto, valía tanto un dato como otro alternativo. Durante un tiempo, los datos provenientes del sector privado fueron perseguidos judicialmente dando origen a iniciativas como el “Indice de precios Congreso”.
Cuando el INDEC, en el marco del cambio de gobierno a fines de 2015, recupera su mejor pasado histórico en materia de veracidad, oportunidad, autonomía, etc. de su labor, parte del daño inferido socialmente parece no poder revertirse. Por un lado, porque más allá de las intenciones proliferan dudas o reservas a algunos de los resultados de su labor (recientemente el caso del índice de pobreza, antes sobre distribución funcional del ingreso). Y, al mismo tiempo, también más allá de las intenciones, acciones relevantes del pasado como la creación de un índice de precios emitido por parlamentarios -que procuraba ser mejor que aquellos falsos datos producidos oficialmente- hoy perdura sin poder explicarse su sentido actual.
Respecto del índice de pobreza se ha producido, en el contexto descripto, un impacto tal que hizo reaccionar a quienes ven con malos ojos al gobierno macrista del peor modo. Una de las formas: “el gobierno de Macri miente” resulta una derivación directa de lo recordado más arriba al haberse destruido la certeza de la población en los datos producidos por la institución oficial. Hubo otras, casi risueñas, como aquellas que tratan de mostrar que en verdad la pobreza a fines de 2015 no estaba en las proximidades del 30% (como lo afirma la UCA) sino del 20% y que, por lo tanto, el índice no habría disminuido sino aumentado. Digo risueñas porque, de ser así, la situación en 2016 no habría tenido la gravedad que se ha argumentado hasta el cansancio. Evidentemente, para no admitir una situación harto beneficiosa para la población más castigada del país, se violentan los datos y se falsean los análisis.
Si todo esto ya es de por sí complejo y preocupante se ha agregado la difusión de la existencia de uno o más proyectos en esferas oficiales tendientes a reestructurar el organismo estatal a cuyo cargo están las estadísticas públicas nacionales. Una de las cuestiones no aclaradas es si esos proyectos se están elaborando al margen de la estructura actual del INDEC cuyo mérito es el de haber recuperado sus capacidades y saberes y haberlo hecho en un plazo relativamente escaso y así pudo recuperar credibilidad sobre los resultados de su labor.
¿Podremos en Argentina, oficialistas y opositores, discutir acerca de las opciones disponibles para actuar sobre el funcionamiento económico en aras de objetivos compartidos debatiendo cabalmente a partir de datos aceptables y aceptados e incluso construir en común los senderos que conducen a mejorar nuestras estadísticas? Una meta simple pero que desde la experiencia cotidiana actual luce como muy distante.
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