Columna aparecida en elDiarioAR.com el 18-2-21
Flexibilización laboral y falsa meritocracia, la herencia socioeconómica de Carlos Menem
- La desregulación económica, la apertura comercial, la reestructuración del Estado fueron los rasgos dominantes del gobierno del riojano. Avanzó la creencia de que la falta de empleo es resultante exclusiva del propio accionar.
La década de los años noventa del siglo pasado fue caracterizada, no sólo en Argentina, como la expresión máxima del neoliberalismo, pues tanto en el terreno práctico como en el de las ideas expresó una fuerte embestida contra los fundamentos del estado del bienestar, al margen de las virtudes y defectos de este último en cada uno de los países.
En el caso argentino se dio la paradoja de que fue motorizado por la misma fuerza política que se precia de encarnar la vocación de defensa de los intereses de los sectores más débiles de la sociedad. Es por eso, o por razones menos claras, que en el siglo XXI el propio justicialismo trató de desembarazarse de su actuación en aquel entonces.
Empleo, trabajo y pobreza en los años noventa
Vale pues un repaso de los indicadores socioeconómicos disponibles, destacando el período de gobierno de Carlos Menem (1989-1999) y teniendo en cuenta que los procesos sociales no están necesariamente circunscriptos al lapso gubernamental. Los datos de largo plazo enmarcan el decenio indicado.
La desregulación económica, la apertura comercial, la reestructuración del Estado -en particular de sus empresas- fueron los rasgos dominantes del gobierno del justicialismo que desplazó al radicalismo en el invierno de 1989. Todo ello se articuló con una serie de medidas que pueden resumirse en una expresión: flexibilización laboral. Complementariamente, se sancionó la reforma previsional que constituyó un duro golpe a la experiencia de protección social solidaria, al poner en las personas individualmente la responsabilidad de su futuro.
El dato más elocuente del impacto ocupacional del gobierno de Carlos Menem fue el incremento de la desocupación acompañado del de la subocupación. Ambos expresan el claro empeoramiento de las condiciones en las que se desempeñó el sector del trabajo en un continuo de décadas. Así, el desempleo se duplicó, pasando de un 7% en 1989 a un 14% diez años más tarde, con un pico en 1995 y 1996. Posteriormente la situación se agudizó con valores cercanos al 20% en 2001 y 2002, durante los mandatos de De la Rúa y de Duhalde. Estos altos valores del indicador se asocian con la mayor duración de la desocupación: quien perdía el empleo demoraba mucho más en conseguir un nuevo puesto de reemplazo.
A su turno, la precariedad laboral que en 1990 era del 29% según la EPH, llegó a fines de los noventa al 38%. También este indicador se elevó luego de la crisis de 2001 alcanzando al 43% en 2002-2003.
Uno de los efectos de la menor protección de los trabajadores -consecuencia tanto del impacto de las medidas macroeconómicas como de las normas laborales- se aprecia en la dinámica del empleo en relación de dependencia.
Como se ve, en los noventa el empleo asalariado aumentó, pero fue el resultado de una combinación de la mayor presencia de trabajadores precarios y de una pérdida neta del empleo protegido. Este último se retrajo de manera intensa en la industria manufacturera (que perdió un tercio de su dotación) y en la construcción.
El paulatino incremento del desempleo (que, en parte, se originó en una mayor oferta laboral), la continua pérdida de la calidad de las ocupaciones que perduraban y el deterioro de la capacidad de compra del salario (fuera del lapso inicial de mejora derivada de la estabilidad monetaria) configuraron en conjunto un panorama social negativo que se expresaba en los índices de pobreza
Entre los diversos autores que cuantificaron su evolución en las últimas décadas del siglo XX, Luis Beccaria muestra -en el trabajo del que proviene el gráfico transcripto-, que la pobreza subió 35 puntos porcentuales entre 1974 y 2003. Ese total se compone de apenas dos puntos hasta 1980, de10 puntos entre 1980 y 1991 (ya descontado el descenso luego de la hiperinflación), un estancamiento entre 1991 y 1998 y un alza de más de 9 puntos en el trienio que va de allí hasta 2001. El salto más grande (13 puntos porcentuales) ocurre entre 2001 y 2003.
De ese modo, en el decenio menemista hubo una fuerte caída inicial de la pobreza y luego un alza (26%) que, igualmente, no llevó a los valores iniciales (casi 40% en 1989; 30% en 1990). En cambio, si comparamos el lapso 1991-94 con el final de la década, la pobreza aumentó. Como se ve, los momentos más dramáticos están asociados con extremos inflacionarios en torno a 1989 y a 2002.
Más notable es la comparación entre períodos gubernamentales de dos variables relevantes. En lo que hace al crecimiento del producto (PBI) el liderazgo lo tiene el gobierno de Néstor Kirchner, seguido por el de Carlos Menem. En cuanto a la participación salarial, en los noventa se ubica en una situación intermedia, entre los “mejores” y los “peores” promedios.
Qué nos dejaron los noventa en materia sociolaboral
En síntesis, durante la década del noventa disminuyó el peso de la industria tanto en el Producto como en el empleo; el trabajo en relación de dependencia creció en el total de la ocupación pero en base a empleo precario, de baja calidad; si bien la pobreza bajó entre puntas, luego del descenso inicial mostró un camino ascendente; partiendo en 1993, la participación salarial fue declinante (aunque ese valor inicial fue mucho mayor que los valores de la década previa); el desempleo y el subempleo mantuvieron en el período su fuerte tendencia creciente; el salario real en el decenio fue inferior en promedio al de la década anterior. Es cierto también que hubo crecimiento económico y durante ese lapso llegaron al país parte de los adelantos tecnológicos del momento y se sentaron las bases de un cambio profundo en el ámbito agrario.
Estos indicadores, sin embargo, no parecen alcanzar para ilustrar los cambios habidos en materia social y cultural. Avanzó la creencia, en particular entre los afectados, de que la falta de empleo era resultante exclusiva de su propio accionar o de que la protección previsional no derivaba de la adecuada configuración de un sistema articulado estatalmente sino de la capacidad individual por alcanzarla. En definitiva, que era “normal” el desmoronamiento de una sociedad de la que no puede decirse que hubiera sido homogénea pero sí que era la menos desigual en la región (junto con Uruguay).
Lo que no puede decirse es que todo ello derivó de la acción aislada de un presidente. En primer lugar, todo el justicialismo se abroqueló tras Carlos Menem luego de ganar la interna partidaria, con tal de terminar con la “anomalía” que representó el gobierno radical de Alfonsín y así se mantuvo, con honrosas excepciones, hasta el final de su mandato. En segundo lugar, si en 1989 pudo decir una cosa y luego hacer otra (“Si no, no habría ganado” dijo el propio Menem) en 1995 volvió a vencer por amplio margen cuando ya se había privatizado casi todo y realizado la apertura externa más intensa, el desempleo empezaba a trepar y la flexibilidad en materia laboral ya estaba instalada.
El estallido de la convertibilidad, ocurrió dos años después, como una “vendetta” sobre el gobierno de la Alianza que había triunfado asegurando que se mantendría “un peso igual a un dólar”.
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