José Nun
La democracia y la forma del agua
(Publicado en Revista Fortuna, Buenos Aires, 6/4/2013)
La historia transcurre en Sicilia y la cuenta Andrea
Camilleri. Un chico de diez años observa pensativamente un vaso, una taza, una
tetera y una caja de hojalata, todos llenos de agua. Se le acerca una amiguita
un poco mayor y el niño le pregunta: “¿Qué forma tiene el agua?”. La muchacha
se ríe y le contesta: “¡El agua no tiene forma! Toma la forma que le dan”.
Lo mismo pasa con la democracia. Por
lo menos, para una extendida mayoría que la concibe básicamente como un
procedimiento para la elección de los gobernantes. La ironía es que este uso
del término lo puso de moda en 1942 el influyente economista austríaco Joseph
Schumpeter, que era monárquico,
conservador, racista, antisemita y, además, simpatizante de Hitler (quien, de
paso, se jactaba de haber ganado las elecciones alemanas de 1933). Para esta
visión, la democracia no debe ser idealizada como un modo de vida ni como un
fin en sí misma. Contra lo que se supone, explica Schumpeter, el electorado no
decide primero lo que quiere y le encarga luego a sus representantes que lo
pongan en práctica. Sucede al revés: primero elige a los representantes y
después son éstos quienes toman las decisiones. La analogía con el modo en que
funciona una economía de mercado es explícita: los partidos operan como
empresas que les ofrecen sus productos a ciudadanos que se comportan como
consumidores que no utilizan dinero sino votos. Claro que se trata de un mercado
oligopólico tanto por su alto grado de concentración como porque las
preferencias del público son, en buena medida, manipuladas.
El
éxito de esta definición minimalista ha sido apabullante. Es así que
sólo había una docena de democracias establecidas en 1942 y hoy ya son más de
140 los países que se atribuyen este título debido a que celebran elecciones
más o menos periódicas. (Una humorada de politólogos es que bastan dos
elecciones seguidas sin demasiado fraude para que se hable de democracia). Por
eso digo que con la democracia acaba pasando como con el agua: toma la forma
que le dan. Ya en el siglo XIX, Thomas Jefferson, por ejemplo, prevenía sabiamente contra los despotismos electivos.
A escasos meses de las próximas
elecciones legislativas, vale la pena detenerse a reflexionar sobre estas
cuestiones de las que casi nadie habla pese a que son fundamentales. Para
acotarlas, debo señalar que el minimalismo de Schumpeter era más aparente que
real. Este personaje contradictorio, poseedor de un gran talento y de
convicciones abominables (como Martin Heidegger o Carl Schmitt), advertía de
entrada que el método democrático únicamente puede funcionar bien en sociedades
industriales altamente desarrolladas, donde rija una legislación social
inclusiva y haya burocracias muy capaces, apoyadas en una sólida tradición y
con un fuerte sentido del deber. No sólo esto. Por una parte, hacen falta
dirigentes (“el material humano de la política”) muy calificados, que sean
incorruptibles y que no busquen perpetuarse en el poder. Y por la otra, se
requiere un elevado nivel intelectual
y moral de la ciudadanía, que la ponga a
salvo de “los ofrecimientos de fulleros y farsantes”. Es decir que el buen o
mal funcionamiento del método “depende de condiciones extrañas al método
mismo”. Nuevamente, la forma la decide la vasija y es a ella que hay que
prestarle atención.
En nuestro caso, resulta notorio que
el sistema político está muy lejos de satisfacer esas y otras condiciones que
harían más entendible que se alardease tanto con el 54 % de los votos, como si
con eso le bastara al gobierno para legitimarse. Es bien sabido que venimos de
muchos años de dictaduras militares, de autoritarismos y de proscripciones.
Pero hay más. Luego de la reimplantación misma del método democrático en 1983,
el presidente Alfonsín no pudo completar su mandato; Menem declaró sin tapujos
que si le hubiese contado a sus seguidores lo que pensaba hacer no lo hubiera
votado nadie; padecimos los entreveros del 2001/2002 que condujeron al “que se
vayan todos”; y hasta sobrellevamos las candidaturas “testimoniales” del 2009 (como
diría Schumpeter, pagamos por mercaderías que sabíamos que no nos iban a
entregar).
Es precisamente en contextos de
semejante fragilidad que los principios se vuelven tanto o más importantes que
los programas. Reconstruir una ética pública exige una apelación auténtica y
sostenida a esa virtud que para
Montesquieu o Rousseau hace a la esencia de la democracia. Así lo entendió
Alfonsín con el “nunca más” y el juicio a las Juntas, pero no logró sostenerlo.
También lo comprendió Néstor Kirchner, con su fuerte apuesta por los derechos
humanos, por la transversalidad y por una Corte Suprema de Justicia
independiente. Pero, en los últimos años, estos principios fueron desplazados
por un supuesto “modelo” que, para acreditarse, debe remontar constantemente su
“relato” al 2003. Se siguen
reivindicando con razón los derechos humanos de generaciones anteriores pero no
se pone el mismo empeño en proteger los de las actuales, como lo prueban la
desigualdad, la pobreza, el empleo en negro, la desocupación, la inseguridad o
una desastrosa política de transportes. La transversalidad fue sustituida por
una definición maniquea y populista de la política en términos de amigos y
enemigos. Y un ultrapresidencialismo que se dedicó sin rubores a anular los
mecanismos institucionales de control del Ejecutivo avanza ahora sobre la
independencia del Poder Judicial.
Si ya lo dicho es muy grave dados
nuestros antecedentes, ocurre, además, que un gobierno que se maneja a su
antojo e ignora los principios, se vuelve imprevisible. De ahí que se recueste,
por un lado, en el fanatismo de sus seguidores (“vamos por todo”, aunque sólo
quien lidera sepa cuándo, dónde y cómo) y, por el otro, en el miedo o el
desinterés de los que no están de acuerdo. Resulta especialmente alarmante la
crisis profunda que sufre el principio por excelencia que define en las
sociedades contemporáneas la calidad de la vasija. Me refiero al principio de
responsabilidad. Cuando esto sucede, se naturaliza el “todo vale” y nos
acostumbramos a vivir con datos oficiales falsos sobre la inflación o el
crecimiento, con un manejo discrecional de los fondos públicos y con altos
funcionarios sospechados fundadamente de corrupción que no se inmutan ante las
acusaciones.
Sería bueno poder explicarle al niño
siciliano que hay recipientes que mantienen el agua cristalina y pura y otros
que hacen que se pudra.
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