Se conocieron hace poco las cifras del mercado de trabajo relativas al verano pasado, que no expresan la sensación que predomina en gran parte de la población argentina.
Respecto de un año atrás hay 50.000 desocupados más y también 100.000 ocupados nuevos. En igual lapso, el PBI cayó más de 5% lo cual podía haber determinado una disminución del empleo y no su incremento. Pero, en todo caso, la situación es harto delicada.
Por cierto este panorama refleja –al menos- dos cuestiones relevantes. Por un lado, cuál era el sendero recorrido en el último decenio en materia socio-laboral y, por tanto, el estado de situación al que se arribó al inicio de 2020 y, por el otro, esa misma descripción alude al momento previo al inicio de una situación extremadamente crítica como consecuencia del desplome económico propugnado como mecanismo de defensa de la salud pública.
Desde la primera perspectiva se dibuja la segunda década del siglo XXI en su morosidad para la creación de empleo de calidad. Ello se percibe, en parte, por el rol del empleo público como motor dominante en el primer quinquenio y del empleo no asalariado, característica de la segunda parte del período.
En efecto, hasta 2015 más de la mitad del empleo registrado fue empleo público y un 30% de monotributistas. Así, sólo un 15% fue creación de empleo privado registrado. En la etapa más reciente no sólo la creación de empleo registrado total fue escasa sino que la enorme pérdida de privados se compensó con el aumento de monotributistas. De ese modo, el incremento –más modesto- de empleo estatal fue casi igual al aumento total.
Por distintas vías, se continuó agravando la situación laboral. El cambio de composición de los empleos fue incidiendo en el achatamiento y deterioro de los ingresos del conjunto de la fuerza de trabajo.
Por el lado del salario, la pérdida de las remuneraciones en el sector privado registrado al fin del gobierno de Cambiemos fue de 13% en relación al inicio de su gestión. Es sabido que la situación promedio de los asalariados públicos y los no registrados ha sido sistemáticamente más desventajosa. Estimaciones preliminares atribuyen un 20% de deterioro en esos componentes de la fuerza laboral. En todos los casos, casi la totalidad de la pérdida corresponde a los últimos dos años, habida cuenta de que los niveles de ingresos registrados por la Encuesta Permanente de Hogares fueron en 2017, incluso iguales o mejores que los records habidos en el año 2013.
Dicho todo esto con otras palabras, Argentina recibió a la pandemia en una situación social y económica de gran debilidad que expresa antiguas e intensas carencias.
El efecto aún desconocido de la nueva situación, aún descontado el enorme esfuerzo fiscal por paliar en algo a ciertos sectores afectados por la inactividad económica, será indudablemente de gran magnitud. No sabemos cuánto del tejido productivo habrá de perderse definitivamente o de qué modo lo hará aquella parte que pueda soportar el impacto negativo de la dilatada cuarentena.
Habrá que ser cuidadoso con las proyecciones tanto en materia de empleo como de ingresos. Por ejemplo, si se hubiese verificado la proporción entre variación de empleo y del producto, dado que este cayó en el primer trimestre de 2020 cerca del 6% el empleo agregado debió haber disminuido en un 2%. En su lugar hubo un incremento, aunque imperceptible pero incremento al fin. Incluso en 2019 frente a un descenso del producto del 2,2% el total de puestos de trabajo creció poco más del 1%.
La encrucijada, por demás seria, dejará huellas diferentes en sectores claramente dispares. Un reciente documento de la UCA, por ejemplo, marcaba que los sectores más carentes estarían siendo atendidos razonablemente bien pero que -en cambio- núcleos importantes de la sociedad, los sectores medios o medio-bajos, exigían una atención social hasta ahora no existente.
De los 21 millones de puestos de trabajo (fines de 2019) casi 11 millones eran asalariados registrados (incluyendo más de un tercio del ámbito estatal). La prohibición de los despidos más la participación estatal en la cobertura de parte de sus remuneraciones apunta a un mecanismo transitorio de protección a todas luces imprescindible.
En cambio, para los más de 5 millones de asalariados no registrados y otro tanto de no asalariados la cuestión es bien diferente. Entre los cuentapropistas y patrones, 1,6 millones se dedican a la actividad comercial y 1,4 millones al conjunto de construcción e industria manufacturera. Eso habla del universo al que se alude con pequeña y mediana empresa pero visto en carne viva, es decir en las personas concretas que lo materializan. Es allí (exceptuando aquellos sectores autorizados a mantener sus actividades) donde las necesidades son mayores y la cobertura más modesta.
Cuando se discute sobre la continuidad del IFE o la posibilidad de proyectar un debate eficiente en torno al ingreso universal (no las pamplinas que lo mencionan pero indican que cubriría apenas a un reducido contingente de beneficiarios, o sea que no es universal), deberían tenerse en consideración estas especificidades sea para atender focalizadamente a quienes en efecto lo requieren (y no suelen tener voceros) o sea para dar lugar a una completa reconfiguración de las políticas de protección social. Desafíos enormes si los hay en los que debemos empeñarnos todos.
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