Observando los
datos de crecimiento económico de Argentina en los últimos treinta años,
resalta una desafortunada evidencia. En cuatro de cada diez años, hay
disminución absoluta del producto y, por tanto, del producto por habitante.
Tasas de variación (%) del PBI y del PBIpc, precios constantes de 2010
Fuente: CEPALSTAT
Dicho de otra
manera, en las décadas recientes se ha agudizado el fenómeno que colocaba al
país en el segundo lugar (en casi un centenar de países) entre los que padecen
de tal circunstancia a lo largo de los últimos setenta años. En esa serie publicada no hace mucho por el Banco Mundial
(El fin de la crisis, 2018), “gozábamos” del segundo lugar. Con un año de caída
de cada tres años transcurridos nos ubicábamos apenas detrás de la República
Democrática del Congo. Luego en la lista seguían: Iraq, Siria, Zambia, Zimbawe.
Evidentemente compartíamos el privilegio con países que no constituyen el mejor
espejo para estar reflejado.
Si prolongamos el
horizonte temporal hasta los años setenta del siglo XX, la variación anual del
producto muestra una suerte de electrocardiograma cuyas oscilaciones gráficas
no son otra cosa que los arranques e interrupciones de la dinámica económica.
En ocasiones generados por los vaivenes internacionales, en otras por los
avatares cambiantes de la política económica doméstica, en no pocos casos por
la conjunción de ambas situaciones. Promediando los resultados anuales de los
períodos gubernamentales se observa las grandes variaciones dentro de un perfil
más bien modesto de crecimiento económico de largo plazo.
¿Qué importancia tiene esta
información? Ilustra la irregularidad
del comportamiento económico nacional (o volatilidad, como les gusta
señalar a los economistas) en cuyo marco no hay dudas que es muy
difícil generar –y disfrutar- bienestar económico significativo y duradero.
En la historia
reciente la mejor perfomance ocurrió
durante los gobiernos peronistas, pero no todos ellos. Siete de los diez años
menemistas tuvieron un desempeño positivo. Y todo el mandato de Nestor
Kirchner, también. Pero el primer mandato de Cristina Fernandez tuvo una caída
en cuatro años y ya en el segundo se sucedieron (con niveles absolutos muy
pequeños) años de caída y repunte por partes iguales. El resultado de sus ocho
años es de apenas dos por ciento anual, en promedio.
Producto bruto
interno, variación media anual por subperíodos (%)
Fuente: Elaboración
propia sobre la base de las series oficiales disponibles, inédito.
El extremo negativo
dentro de estas tres décadas fue el gobierno de la Alianza (pues continuó la
crisis iniciada un año antes de su asunción) y continuó en el interinato de
Eduardo Duhalde. Cuando asumió Kirchner en mayo de 2003, la tormenta ya había
pasado, pese a lo cual el desaparecido presidente gustaba afirmar que su
gobierno se había iniciado en el purgatorio. Por último, el gobierno de
Cambiemos ostenta el triste record de sólo un año de crecimiento (2017) de su
cuatrienio en el poder.
¿Es posible
imaginar un sendero de crecimiento y de desarrollo en ese marco? Decidamente no. Hay quienes
simplifican los análisis considerando que los orígenes de los inconvenientes se
asientan en el gobierno precedente que, casualmente, es de signo contrario. Eso
hizo Macri con Cristina Fernández y ahora Alberto Fernández con su antecesor.
Pero la observación
del desempeño de largo plazo da cuenta de que hay fenómenos a los que la
sociedad argentina no les ha prestado atención (o, al menos, no lo ha hecho
de manera consecuente)
En el capitalismo
–es sabido- se precisa un mecanismo de acumulación que transita desde la
deducción de parte de la riqueza generada bajo la forma de ahorro y su
transformación en incremento de la capacidad productiva. O sea, en inversión
Casualmente, la
tasa de inversión (proporción del producto destinada al aumento de la capacidad
productiva de una economía) ha sido sistemáticamente declinante, desde un 18.6%
del gobierno de Raúl Alfonsín hasta el menos del 15% del último gobierno de
Cambiemos.
Como se ve, se
trata de un pecado compartido por gobiernos similares y diferentes. El nudo
de la inversión y el crecimiento autosustentable no fue desatado ni en los tres
kirchnerismos (descriptos hace ya tiempo por el actual ministro Matías Kulfas)
ni por la versión peronista de los noventa; tampoco por la Alianza (que asumió en uno de los peores momentos de
la historia económica reciente) ni por el macrismo. Argentina no ha logrado
encontrar la solución para el atraso productivo de su industria para lo cual se
ha movido entre la captación de parte de la renta del sector agroexportador y
la depreciación de la remuneración del trabajo. La disputa sobre el nivel del
tipo de cambio expresa ese conflicto en el marco de una economía incapaz de
generar las divisas necesarias para sus necesidades. Distintas etapas de
protección no alcanzaron para consolidar un aparato industrial con niveles de
productividad y competitividad que le de autonomía y contribuya al progreso del
país.
Por eso, pudimos
tener períodos de aparente buen desempeño en los cuales los empresarios
tuvieron generosos resultados (“ustedes la ganaron con pala”, les dijo más de
una vez la ex Presidenta) pero sistemáticamente volvíamos a las andadas. Así,
la mayor participación salarial en el producto terminaba una y otra vez
diluyéndose al tiempo que la mayor presencia estatal no agregaba sustancia pese
al aumento de su tamaño. Una y otra vez el país dilapidó momentos
excepcionalmente favorables
Visto de este modo,
la crisis del bienio 2018-2019 cerró una década de declinación en
materia de producción y empleo. Fue poco menos que el desenlace esperado de la
acumulación de conflictos estructurales no encarados -ni mucho menos, resueltos-
a los que se sumaron los defectos propios del gobierno de Cambiemos.
Ahora bien, creer
que en la actualidad sólo se trata de salir lo mejor posible de la Cuarentena y
capear el temporal de la Pandemia con el menor daño, es también un error de
proporciones. En primer lugar porque el peligro sanitario de orden mundial se
desenvuelve, en nuestro caso, sobre una crisis para nada coyuntural. Ni las
finanzas públicas ni los actores económicos y sociales están en condiciones de
aportar mecanismos de protección -suficientes y equitativos- ni sus energías
alcanzan por sí solas para emprender la recuperación. Adicionalmente, porque
las demandas son interminables y nuestra sociedad no está acostumbrada a
concertar esfuerzos y sacrificios. La distancia entre las demandas sociales y
las posibilidades ciertas son amplísimas y más allá de las responsabilidades
diferenciadas en algún momento habrá que privilegiar qué aporta cada sector y
no qué reclama. Y sobre los reclamos, quizás es hora de plantear horizontes no
inmediatos para el logro de satisfactores adecuados.
La gravedad de
nuestros problemas acumula demasiadas complicaciones como para creer que se
puede volver atrás así como así y, más aún, que ese retorno nos traerá la
felicidad deseada. Son muchos los cambios de fondo que se requieren para lo
cual será necesario el concurso de quienes gobiernan y de quienes estamos en el
llano.
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