Se transcribe aquí una sección de un artículo que se ofreció a fin del año último a una revista pero que ésta "por razones editoriales" decidió no publicar
Ajuste y sintonía fina ¿por qué?
A poco de
conocerse el abrumador triunfo electoral de octubre de 2011, el gobierno
nacional anunció las medidas destinadas a menguar las erogaciones fiscales,
empezando por aquellas vinculadas con lo que genéricamente denominamos
“subsidios”.
Para
no quedar en evidencia, lo primero que se anunció fue el desprendimiento por
parte del Estado Nacional de la operación del Subterráneo en dirección al
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero era claro que el punto consistía,
sin cambiar las formulaciones verbales, en dar una vuelta de tuerca a la acción
estatal, atemperando el gasto público. Lo que se repudiaba hasta el evento
electoral de ese año (pues iría a “enfriar la economía”) se asumiría luego, no
con el denostado nombre de ajuste sino con el más atractivo de “sintonía fina”.
En ese momento
aparecieron (pocas) voces que se preguntaron si ese cambio no era, además, una
modificación importante acerca de la concepción sobre la acción del Estado en
materia de políticas públicas.
En cualquier
caso, la sintonía fina anunciada a fines de 2011 fue acompañada de una medida
que el tiempo mostró mucho más ineficaz que cualquier otra: el (también negado)
cepo cambiario en virtud del cual se pautó la pesificación forzada de los
ahorros. Pero lo que iba a ser el meollo del ajuste, las tarifas de los
servicios públicos domiciliarios y del transporte, quedó en suspenso luego de
las muertes en la estación ferroviaria de Once en febrero de 2012.
El decenio
virtuoso del que dan cuenta las informaciones oficiales no incluye uno de sus
principales inconvenientes: los conflictos de la economía argentina parecen
haberse ido disimulando sobre la base de la alimentación de un proceso
inflacionario que, como suele ocurrir, retroalimenta los problemas. Para esa
alternativa resultaba necesario evitar todo lo posible las manifestaciones de la
suba de precios por lo cual se apeló a la manipulación de las estadísticas
públicas. En primer lugar se actuó sobre el Índice de precios al consumidor
(IPC). El congelamiento tarifario era, también, funcional a esa manipulación
pues se evitaba acrecentar al IPC de manera “forzada”. Sin embargo la
constancia en las tarifas implicaba el incremento de la masa de subsidios
erogados por el Estado, pero ese aumento del gasto no incidía en la estimación
del Índice.
A eso se lo
acompañó con una lenta depreciación del tipo de cambio siguiendo la falsa
estimación de la variación de precios o, inclusive, por debajo de aquel valor.
El resultado inevitable fue afectar la competitividad de la producción local,
dificultando las exportaciones y estimulando las importaciones. Al propio
tiempo, los tenedores de pesos que estaban en condiciones de ahorrar escapaban
del peso en busca de un refugio en la divisa extranjera. Después de años de
fuga de divisas apareció el cepo ya mencionado y otras medidas igualmente
ineficaces (como los blanqueos y oferta de bonos especiales). Al no reconocerse
la existencia del problema inflacionario tampoco se promovió un franco debate en
el que se dirimieran las responsabilidades fiscales y empresariales en la
gestación de la inflación.[1]
Ello ha conducido a que cuando los funcionarios argumentaron en el sentido de
la responsabilidad empresaria al respecto recibieran poca comprensión y menos
apoyo pues construían su argumento sostenidos en sus propias falacias.
A fines de 2013,
en los albores de un nuevo gabinete vuelve a mencionarse la sintonía fina, volviendo
a señalarse lo “injusto” que resulta que sectores medios o altos gocen de tarifas
excesivamente bajas. Y reaparecen los argumentos dirigidos a que la ayuda
estatal debería orientarse hacia los sectores que “verdaderamente lo
necesitan”. No está demás dejar aclarado, en este punto, que aquí no se está
diciendo que está bien que en el Área Metropolitana de Buenos Aires el
transporte tenga valores sensiblemente menores[2]
que en cualquier otra ciudad argentina. Ni que quienes tengamos gas provisto
por la red abonemos precios irrisorios comparados con los valores que soportan
quienes sólo pueden tener gas en garrafas. De todos modos estas inequidades o
incongruencias acontecen desde ya hace una década como consecuencia de las
acciones oficiales –o de sus omisiones-. Lo difícil para el gobierno parece ser
explicar por qué hay que dar marcha atrás o cambiar el rumbo en esta materia.
Debemos
encontrar algún punto racional tanto en la formulación oficial de las políticas
como, en especial, en su reformulación sin olvidar que también hay que
distinguir entre los que han venido objetando la acumulación de tensiones
producto del mantenimiento del congelamiento de tarifas en el marco de un ritmo
inflacionario importante y creciente[3]
de aquellas otras críticas que pueden usar argumentos racionales sólo para
arrimar ataques a la gestión oficial o sólo para alimentar posturas que
–simplificadoramente- pueden ser apreciadas como “de derecha”.
En este punto,
por las mismas razones, es importante marcar que la política oficial en materia
energética y de transporte no puede -en modo alguno- ser calificada como de
izquierda; ni siquiera como progresista. La cotidianeidad de los servicios de
muy baja calidad, las muertes (no sólo las del Ferrocarril Sarmiento), los
crecientes problemas de funcionamiento de la infraestructura[4] y la exacción a
los ingresos de los trabajadores a través de la inflación ejemplifican una
gestión estatal que puede ser calificada con una etiqueta de avanzada pero cuyos
efectos son exactamente los opuestos
Es verdad que
propios y extraños pueden disentir sobre el sentido del universalismo y de la
focalización. Pero no hay dudas de que la identificación de los “merecedores”
ha sido uno de los pilares sobre los que se sostuvieron, no sólo en Argentina, las
medidas de acción pública en base a las orientaciones neoliberales. Y que, a la
vuelta de la década transcurrida con crecimiento económico y aumento singular
del nivel de empleo, es imperioso comprender por qué es preciso tomar aquella
herramienta (la focalización). Hagamos aquí un breve intento por ordenar lo que
está un poco mezclado.
Se entiende que
las decisiones oficiales en materia de subsidios (como contracara de los
impuestos de tipo indirecto) tienen como propósito contribuir a deprimir
ciertos precios o determinadas tarifas.[5]
Se supone que ello deriva de consideraciones que atienden al “bien común” en el
sentido de que la contención de algunos componentes del costo de vida es un
bien socialmente valorable y que su logro tiene un precio (la magnitud del
subsidio). Por definición, esto incide favorablemente en el conjunto de los consumidores
en tanto adquirentes de tales bienes o servicios beneficiados por aquellos
subsidios y, a su turno, carga sobre quienes nutren con sus aportes los
ingresos fiscales.[6]
Una vez que se
elabora ese argumento se requiere una fundamentación satisfactoria que
justifique por qué a partir de determinado momento esa opción de política (que
es económica y social al mismo tiempo) debe ser modificada, pues habría razones
para considerar disvalioso que el mecanismo utilizado hasta ese momento (que no
distinguía entre los beneficiarios) deba ahora restringirse a un subconjunto de
la población. El cambio de orientación, que puede tener justificativos
adecuados, debe incluir una mirada de revisión de lo actuado hasta ese momento.
Es ese el punto que aquí se cuestiona (la ausencia de toda explicación que advierta
por qué los beneficios universalmente otorgados dejaron de ser algo virtuoso). Si
algo no es justo (por ejemplo que los más ricos tengan energía barata) no lo es
ahora y no lo era los años precedentes. Puede decirse que las cosas no son
inmutables y es correcto. En ese caso lo que hace falta es explicar qué cambió
para que sea necesario dar vuelta la pauta de comportamiento. Lo que no debería
hacerse desde la gestión estatal es vanagloriarse de sostener una mirada
abarcadora y de protección general y luego decir todo lo contrario, sin
justificación alguna. O, al menos, sin indicar qué ha cambiado para requerirse
un cambio de tal envergadura.
El abandono de
los subsidios generalizados encaja bien con el “sentido común” que puede juzgar
favorablemente que las bajas tarifas ya no beneficien a quien más tiene (“¿por
qué el pan debería venderse barato a quienes tengan altos ingresos?”). Debe
notarse que así formulado, el argumento es intrínsecamente contradictorio al
planteo de derechos generalizados pues implica que debe existir un precio
distinto según el adquirente. Enderezando el razonamiento se deriva que es
preciso identificar al merecedor del pan a bajo precio o bien al que debe ser
“perjudicado” con un alto precio. Aun
aceptando esa perspectiva falta entender por qué fue correcto que el pan (en
ese ejemplo) se vendiese barato durante una década.
Es llamativo que
esto ocurra en paralelo con otras intervenciones que, al menos en su
formulación y justificación, sostienen una perspectiva universalista y una
vocación de ampliación de derechos.[7] Es posible que
la identificación que se procura ahora (quiénes no estarían en condiciones de
pagar los “verdaderos” valores del transporte y de los servicios domiciliarios
u otros para dejarlos fuera de los aumentos) no sea la misma que la orientación
focalizadora en materia de políticas sociales. Pero no está claro cuál es la
diferencia conceptual ni operacional. Esto parece importante no sólo para
quienes sostienen a rajatablas las decisiones oficiales (aún las cambiantes)
sino para quienes proponen que deben sostenerse las acciones que defiendan
derechos y promuevan políticas de alcance general. Desde ambos lados parece
imprescindible que se aporten elementos que trasciendan los argumentos
elementales o mediáticos respecto de quién merece o no merece ser beneficiado
con una medida de política gubernamental como las que aquí están en juego.
De todos modos,
convengamos en que –más allá de la gestión actual-, se corre el peligro de omitir
el tratamiento del núcleo generador de los conflictos: no hay suficientes
fuentes de trabajo y, cuando las hay, su calidad y los niveles de remuneración
son decididamente magros en relación con el costo de la reproducción de la vida
humana.
El congelamiento
tarifario establecido en 2002 (cuya justificación original giraba en torno de
la protección del salario real y del propósito de evitar un shock
inflacionario) no podía ser más que transitorio a menos que el diferencial
fuera de magnitud escasa y estable; para sostener esa disposición, fueron
útiles los ingresos especiales como las retenciones sobre ciertas
exportaciones.
Pero eso
requería una seria interacción con las empresas para mensurar la cuantía de los
subsidios y una estrategia para programar la desaparición de tal
excepcionalidad. La lógica del subsidio es aminorar el costo de modo de evitar
subas mayores de precios pues. aun cuando se disponga de fondos ilimitados, por
razones de buen gobierno hace falta un mínimo control sobre las estructuras de
costos de las empresas. De igual modo era preciso evaluar las posibilidades de
absorción de precios y tarifas “reales” sin subsidios, en virtud del previsible
mejoramiento de la capacidad adquisitiva de los ingresos. No se hizo ninguna de
las dos cosas y ello contribuyó en medida considerable a que una medida
originalmente antiinflacionaria terminara (a través de la formación de déficits
exorbitantes) en la generación de un proceso inflacionario que –por otra vía-
desandaba el camino beneficioso de los subsidios al cargar al conjunto con la
inflación resultante. De manera que se
trata de algo mucho más relevante que un debate académico.
La razonabilidad
o no de precios o tarifas deriva entre otros elementos claves (como la
estructura de costos y la productividad del conjunto) del nivel salarial promedio
o, si se quiere, de la media de ingresos familiares vigente, en tanto que tales
ingresos no ofrezcan un panorama desigual en extremo. Por eso puede pensarse
que mientras duró la abundancia fiscal (que se mostró transitoria) pudo
compensarse un relativamente bajo nivel de ingresos personales con crecientes
subsidios.
La creencia en
la eternización de la bonanza económica implicó la nula intervención en materia
de la estructura de costos de los sectores involucrados en tales servicios. De
allí la ausencia general de mecanismos que aseguraran que los subsidios
otorgados a las empresas no fuesen dirigidos al aumento de la rentabilidad
empresaria. Si la política hubiera estado pensada para garantizar el servicio
eficiente y accesible, con el propósito de mantener en niveles bajos los gastos
familiares en servicios domiciliarios o de transporte (al menos en el ámbito en
el que se concentra el mayor volumen de población) debieron existir controles
adecuados.
No hay dudas que
aquí se conecta el desacierto en la gestión (y/o la falta de interés de
“controlar” la operación de los capitales involucrados) con intereses
particulares de los funcionarios directamente implicados, actuando de manera
potencialmente delictiva. Las denuncias recaídas sobre el ex Secretario de
Transporte en torno al otorgamiento de voluminosos subsidios a las empresas del
sector sin control alguno y alimentando los beneficios empresarios -y el
patrimonio de los propios funcionarios- parecen ejemplificar a dónde puede
conducir la arbitrariedad y falta de transparencia cuando hay fondos abundantes
que dicen ser usados con loables propósitos.
Lo afirmado
¿exime en algo a los empresarios por sus prácticas económicas y políticas? En
modo alguno. Pero no debe omitirse que el capital opera todo cuanto puede y es
el rol del Estado fijar pautas de funcionamiento. En particular cuando a cargo
del gobierno se encuentra un sector que se asume como representante de una
visión más cercana a los intereses populares. En ese contexto suena más
contradictorio el otorgamiento de prebendas (si no la asociación) a sectores
concentrados o aún los mecanismos para presuntamente “manejar” los precios a
través de acuerdos de cúpula con pocos grupos dominantes con el resultado
conocido.
La llamada
cuestión de las tarifas se entrelaza con el delicado panorama energético.[8]
Hacia finales de los años noventa, la empresa REPSOL terminó quedándose con el
manejo de YPF. Con los gobiernos siguientes (De la Rua, Duhalde, Kirchner), en
materia de hidrocarburos se propiciaba la continuidad de la gestión española en
YPF solo que –a poco andar- se favoreció la participación de otros capitales cercanos
al gobierno. Estos accionistas ingresaron en 2007 a REPSOL-YPF empresa que otorgó
llamativas facilidades para que los nuevos socios adquirieran parte del paquete
accionario sin fondos propios de los “adquirentes”.[9]
Más
recientemente, se modificó la tesitura y el gobierno propuso (con argumentos
débiles pero que despertaban la sensibilidad pública) una acción que fue
acompañada en el Parlamento por la mayor parte de las fuerzas políticas: la “nacionalización”
de YPF. Los casi dos años transcurridos mostraron a la “nueva” empresa YPF[10]
(que produce sólo un tercio de los hidrocarburos aunque atiende una alta proporción
del mercado doméstico) necesitando auxilio tecnológico y financiero. Si primero
se “nacionaliza” y luego se convoca a empresas internacionales (imputadas,
además, de pésimo manejo ambiental como Chevron en Ecuador) y adicionalmente se
dispone la indemnización, aparentemente holgada, de los titulares anteriores,
no resulta para nada entendible ni el motivo, ni la oportunidad ni la forma en
que se actuó en abril de 2012. Por lo menos se trataría de otra muestra de las
dificultades de los equipos a cargo para gestionar aspectos esenciales de la
responsabilidad estatal.
Los desatinos en
materia energética tornaron un superávit sectorial en divisas de varios miles
de millones de dólares en un déficit de cuantía superior, lo cual generó una
brecha en pocos años del orden de los trece mil millones de dólares, entre
aquel superávit y el actual déficit. Esto es parte de las erogaciones que
componen la enorme cuantía de los subsidios económicos.
La
derivación de todo esto podría ser muy perniciosa además del aspecto puramente
económico. El panorama que se presenta ante la sociedad incluye argumentos
socializadores trastrocados en sus opuestos sin otro soporte que el cambio de
la decisión misma, actuación estatal carente de la eficiencia y eficacia
necesarias, así como alto grado de sospecha de que los motivos de la gestión se
encuentran más cerca de los intereses personales que de los intereses
colectivos. No es insensato pensar que
el resultado en la conciencia y en el humor de la ciudadanía sea el de rechazar
cualquier acción futura de control estatal efectivo. Ese sería una de los
legados más perversos que dejaría la actual gestión gubernamental.
[1] Se ha oscilado entre las
actuaciones autoritarias, sin reglas explícitas, sin justificaciones públicas y
racionales respecto de algunos núcleos empresariales y las apelaciones a la
buena voluntad de los mismos sectores para que incrementen la oferta a través
de una mayor inversión; al mismo tiempo que no se procuró una modificación
progresiva de la estructura impositiva se ha mirado con desprecio el control de
la política monetaria, llegando a sostenerse que la emisión era inocua en
materia inflacionaria. Demasiadas desventuras juntas, por cierto.
[2]
Antes de la finalización del
año se anunció un incremento del 66% de las tarifas de transporte en el AMBA.
[3] Ritmo inflacionario que se
alimenta, a su vez, por la presión sobre la situación fiscal proveniente de
tales subsidios.
[4] Es de desear que cuando el lector
vea este texto el drama de la ola de calor agobiante con carencia de energía
eléctrica haya perdido la intensidad que tiene en el Área Metropolitana al
término de 2013.
[5] No pocas veces la instauración de
subsidios procura disimular ineficiencias, altos costos y/o falta de inversión
en las empresas públicas o privadas prestadoras de los servicios o productoras
de los bienes de que se trate.
[6] O sobre el conjunto (inflación) si
se lo cubre con emisión
[7] Es verdad que la perspectiva
universalista y la vocación aludida están, en muchos casos, más en quienes
apoyan las medidas que en quienes las formulan o ejecutan.
[8] El aún poco conocido acuerdo
firmado para la exploración de Vaca Muerta muestra que la soberanía proclamada
está lejos de ser algo efectivo. Mucho más lejos de los argumentos esgrimidos
para la nacionalización son los recientes acuerdos firmados con REPSOL y los
gobiernos español y mexicano, en virtud de los cuales Argentina pagaría no
menos de cinco mil millones de dólares.
[9] Aquí también las cosas se
extendieron mientras hubo “cajas” que soportaran las inconsistencias. En
algunos momentos se pidieron fondos extremadamente onerosos a países de la
región como Venezuela en simultáneo con la cancelación anticipada de fondos
adeudados a organismos internacionales. Y luego se pasó a adquirir
hidrocarburos al exterior como parte de la (no) solución de los problemas
energéticos domésticos. Las críticas que se hicieron al respecto fueron
sistemáticamente rechazadas por los funcionarios oficiales
[10] Debe notarse que en los hechos la
empresa sigue perteneciendo mayoritariamente a REPSOL y es ambiguamente considerada
estatal pero a los efectos de negarse a los controles públicos se reconoce su
carácter de sociedad anónima, en otro rasgo parecido a lo actuado con
Aerolíneas.
En espacios que están invadidos por la fraseología simplista o por el metalenguaje insondable de la inmensa mayoría de los economistas, siempre es interesante la visión de Javier, que es congruente con su postura general crítica de las políticas gubernamentales del kirchnerismo, pero que se distingue manifiestamente de otras de similar origen por su claridad expositiva y didáctica.
ResponderEliminarGracias de verdad. Sólo diría que la congruencia la vivo con mis propios modos de observar y analizar la realidad. En ese marco, hubo un lapso de sorpresa favorable de la gestión kirchnerista que fue perdiendo vigor hasta tornarse en la convicción de que la declamación circula por un carril y la práctica por uno diferente. Pero en todo caso con el mismo pensamiento crítico (con el debido respeto pues hoy es usada la expresión para un barrido y para un fregado.
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