jueves, 27 de marzo de 2014

TARDIO O NO, EL RECORTE DE SUBSIDIOS ¿ES UN CAMBIO DE ORIENTACION DE LA POLITICA PUBLICA?

Se transcribe aquí una sección de un artículo que se ofreció a fin del año último a una revista pero que ésta "por razones editoriales" decidió no publicar

Ajuste y sintonía fina ¿por qué?
A poco de conocerse el abrumador triunfo electoral de octubre de 2011, el gobierno nacional anunció las medidas destinadas a menguar las erogaciones fiscales, empezando por aquellas vinculadas con lo que genéricamente denominamos “subsidios”. Para no quedar en evidencia, lo primero que se anunció fue el desprendimiento por parte del Estado Nacional de la operación del Subterráneo en dirección al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero era claro que el punto consistía, sin cambiar las formulaciones verbales, en dar una vuelta de tuerca a la acción estatal, atemperando el gasto público. Lo que se repudiaba hasta el evento electoral de ese año (pues iría a “enfriar la economía”) se asumiría luego, no con el denostado nombre de ajuste sino con el más atractivo de “sintonía fina”.
En ese momento aparecieron (pocas) voces que se preguntaron si ese cambio no era, además, una modificación importante acerca de la concepción sobre la acción del Estado en materia de políticas públicas.
En cualquier caso, la sintonía fina anunciada a fines de 2011 fue acompañada de una medida que el tiempo mostró mucho más ineficaz que cualquier otra: el (también negado) cepo cambiario en virtud del cual se pautó la pesificación forzada de los ahorros. Pero lo que iba a ser el meollo del ajuste, las tarifas de los servicios públicos domiciliarios y del transporte, quedó en suspenso luego de las muertes en la estación ferroviaria de Once en febrero de 2012.
El decenio virtuoso del que dan cuenta las informaciones oficiales no incluye uno de sus principales inconvenientes: los conflictos de la economía argentina parecen haberse ido disimulando sobre la base de la alimentación de un proceso inflacionario que, como suele ocurrir, retroalimenta los problemas. Para esa alternativa resultaba necesario evitar todo lo posible las manifestaciones de la suba de precios por lo cual se apeló a la manipulación de las estadísticas públicas. En primer lugar se actuó sobre el Índice de precios al consumidor (IPC). El congelamiento tarifario era, también, funcional a esa manipulación pues se evitaba acrecentar al IPC de manera “forzada”. Sin embargo la constancia en las tarifas implicaba el incremento de la masa de subsidios erogados por el Estado, pero ese aumento del gasto no incidía en la estimación del Índice.
A eso se lo acompañó con una lenta depreciación del tipo de cambio siguiendo la falsa estimación de la variación de precios o, inclusive, por debajo de aquel valor. El resultado inevitable fue afectar la competitividad de la producción local, dificultando las exportaciones y estimulando las importaciones. Al propio tiempo, los tenedores de pesos que estaban en condiciones de ahorrar escapaban del peso en busca de un refugio en la divisa extranjera. Después de años de fuga de divisas apareció el cepo ya mencionado y otras medidas igualmente ineficaces (como los blanqueos y oferta de bonos especiales). Al no reconocerse la existencia del problema inflacionario tampoco se promovió un franco debate en el que se dirimieran las responsabilidades fiscales y empresariales en la gestación de la inflación.[1] Ello ha conducido a que cuando los funcionarios argumentaron en el sentido de la responsabilidad empresaria al respecto recibieran poca comprensión y menos apoyo pues construían su argumento sostenidos en sus propias falacias.
A fines de 2013, en los albores de un nuevo gabinete vuelve a mencionarse la sintonía fina, volviendo a señalarse lo “injusto” que resulta que sectores medios o altos gocen de tarifas excesivamente bajas. Y reaparecen los argumentos dirigidos a que la ayuda estatal debería orientarse hacia los sectores que “verdaderamente lo necesitan”. No está demás dejar aclarado, en este punto, que aquí no se está diciendo que está bien que en el Área Metropolitana de Buenos Aires el transporte tenga valores sensiblemente menores[2] que en cualquier otra ciudad argentina. Ni que quienes tengamos gas provisto por la red abonemos precios irrisorios comparados con los valores que soportan quienes sólo pueden tener gas en garrafas. De todos modos estas inequidades o incongruencias acontecen desde ya hace una década como consecuencia de las acciones oficiales –o de sus omisiones-. Lo difícil para el gobierno parece ser explicar por qué hay que dar marcha atrás o cambiar el rumbo en esta materia.
Debemos encontrar algún punto racional tanto en la formulación oficial de las políticas como, en especial, en su reformulación sin olvidar que también hay que distinguir entre los que han venido objetando la acumulación de tensiones producto del mantenimiento del congelamiento de tarifas en el marco de un ritmo inflacionario importante y creciente[3] de aquellas otras críticas que pueden usar argumentos racionales sólo para arrimar ataques a la gestión oficial o sólo para alimentar posturas que –simplificadoramente- pueden ser apreciadas como “de derecha”.
En este punto, por las mismas razones, es importante marcar que la política oficial en materia energética y de transporte no puede -en modo alguno- ser calificada como de izquierda; ni siquiera como progresista. La cotidianeidad de los servicios de muy baja calidad, las muertes (no sólo las del Ferrocarril Sarmiento), los crecientes problemas de funcionamiento de la infraestructura[4] y la exacción a los ingresos de los trabajadores a través de la inflación ejemplifican una gestión estatal que puede ser calificada con una etiqueta de avanzada pero cuyos efectos son exactamente los opuestos
Es verdad que propios y extraños pueden disentir sobre el sentido del universalismo y de la focalización. Pero no hay dudas de que la identificación de los “merecedores” ha sido uno de los pilares sobre los que se sostuvieron, no sólo en Argentina, las medidas de acción pública en base a las orientaciones neoliberales. Y que, a la vuelta de la década transcurrida con crecimiento económico y aumento singular del nivel de empleo, es imperioso comprender por qué es preciso tomar aquella herramienta (la focalización). Hagamos aquí un breve intento por ordenar lo que está un poco mezclado.
Se entiende que las decisiones oficiales en materia de subsidios (como contracara de los impuestos de tipo indirecto) tienen como propósito contribuir a deprimir ciertos precios o determinadas tarifas.[5] Se supone que ello deriva de consideraciones que atienden al “bien común” en el sentido de que la contención de algunos componentes del costo de vida es un bien socialmente valorable y que su logro tiene un precio (la magnitud del subsidio). Por definición, esto incide favorablemente en el conjunto de los consumidores en tanto adquirentes de tales bienes o servicios beneficiados por aquellos subsidios y, a su turno, carga sobre quienes nutren con sus aportes los ingresos fiscales.[6]
Una vez que se elabora ese argumento se requiere una fundamentación satisfactoria que justifique por qué a partir de determinado momento esa opción de política (que es económica y social al mismo tiempo) debe ser modificada, pues habría razones para considerar disvalioso que el mecanismo utilizado hasta ese momento (que no distinguía entre los beneficiarios) deba ahora restringirse a un subconjunto de la población. El cambio de orientación, que puede tener justificativos adecuados, debe incluir una mirada de revisión de lo actuado hasta ese momento. Es ese el punto que aquí se cuestiona (la ausencia de toda explicación que advierta por qué los beneficios universalmente otorgados dejaron de ser algo virtuoso). Si algo no es justo (por ejemplo que los más ricos tengan energía barata) no lo es ahora y no lo era los años precedentes. Puede decirse que las cosas no son inmutables y es correcto. En ese caso lo que hace falta es explicar qué cambió para que sea necesario dar vuelta la pauta de comportamiento. Lo que no debería hacerse desde la gestión estatal es vanagloriarse de sostener una mirada abarcadora y de protección general y luego decir todo lo contrario, sin justificación alguna. O, al menos, sin indicar qué ha cambiado para requerirse un cambio de tal envergadura.
El abandono de los subsidios generalizados encaja bien con el “sentido común” que puede juzgar favorablemente que las bajas tarifas ya no beneficien a quien más tiene (“¿por qué el pan debería venderse barato a quienes tengan altos ingresos?”). Debe notarse que así formulado, el argumento es intrínsecamente contradictorio al planteo de derechos generalizados pues implica que debe existir un precio distinto según el adquirente. Enderezando el razonamiento se deriva que es preciso identificar al merecedor del pan a bajo precio o bien al que debe ser “perjudicado” con un alto precio. Aun aceptando esa perspectiva falta entender por qué fue correcto que el pan (en ese ejemplo) se vendiese barato durante una década.
Es llamativo que esto ocurra en paralelo con otras intervenciones que, al menos en su formulación y justificación, sostienen una perspectiva universalista y una vocación de ampliación de derechos.[7] Es posible que la identificación que se procura ahora (quiénes no estarían en condiciones de pagar los “verdaderos” valores del transporte y de los servicios domiciliarios u otros para dejarlos fuera de los aumentos) no sea la misma que la orientación focalizadora en materia de políticas sociales. Pero no está claro cuál es la diferencia conceptual ni operacional. Esto parece importante no sólo para quienes sostienen a rajatablas las decisiones oficiales (aún las cambiantes) sino para quienes proponen que deben sostenerse las acciones que defiendan derechos y promuevan políticas de alcance general. Desde ambos lados parece imprescindible que se aporten elementos que trasciendan los argumentos elementales o mediáticos respecto de quién merece o no merece ser beneficiado con una medida de política gubernamental como las que aquí están en juego.
De todos modos, convengamos en que –más allá de la gestión actual-, se corre el peligro de omitir el tratamiento del núcleo generador de los conflictos: no hay suficientes fuentes de trabajo y, cuando las hay, su calidad y los niveles de remuneración son decididamente magros en relación con el costo de la reproducción de la vida humana.
El congelamiento tarifario establecido en 2002 (cuya justificación original giraba en torno de la protección del salario real y del propósito de evitar un shock inflacionario) no podía ser más que transitorio a menos que el diferencial fuera de magnitud escasa y estable; para sostener esa disposición, fueron útiles los ingresos especiales como las retenciones sobre ciertas exportaciones.
Pero eso requería una seria interacción con las empresas para mensurar la cuantía de los subsidios y una estrategia para programar la desaparición de tal excepcionalidad. La lógica del subsidio es aminorar el costo de modo de evitar subas mayores de precios pues. aun cuando se disponga de fondos ilimitados, por razones de buen gobierno hace falta un mínimo control sobre las estructuras de costos de las empresas. De igual modo era preciso evaluar las posibilidades de absorción de precios y tarifas “reales” sin subsidios, en virtud del previsible mejoramiento de la capacidad adquisitiva de los ingresos. No se hizo ninguna de las dos cosas y ello contribuyó en medida considerable a que una medida originalmente antiinflacionaria terminara (a través de la formación de déficits exorbitantes) en la generación de un proceso inflacionario que –por otra vía- desandaba el camino beneficioso de los subsidios al cargar al conjunto con la inflación resultante. De manera que se trata de algo mucho más relevante que un debate académico.
La razonabilidad o no de precios o tarifas deriva entre otros elementos claves (como la estructura de costos y la productividad del conjunto) del nivel salarial promedio o, si se quiere, de la media de ingresos familiares vigente, en tanto que tales ingresos no ofrezcan un panorama desigual en extremo. Por eso puede pensarse que mientras duró la abundancia fiscal (que se mostró transitoria) pudo compensarse un relativamente bajo nivel de ingresos personales con crecientes subsidios.
La creencia en la eternización de la bonanza económica implicó la nula intervención en materia de la estructura de costos de los sectores involucrados en tales servicios. De allí la ausencia general de mecanismos que aseguraran que los subsidios otorgados a las empresas no fuesen dirigidos al aumento de la rentabilidad empresaria. Si la política hubiera estado pensada para garantizar el servicio eficiente y accesible, con el propósito de mantener en niveles bajos los gastos familiares en servicios domiciliarios o de transporte (al menos en el ámbito en el que se concentra el mayor volumen de población) debieron existir controles adecuados.
No hay dudas que aquí se conecta el desacierto en la gestión (y/o la falta de interés de “controlar” la operación de los capitales involucrados) con intereses particulares de los funcionarios directamente implicados, actuando de manera potencialmente delictiva. Las denuncias recaídas sobre el ex Secretario de Transporte en torno al otorgamiento de voluminosos subsidios a las empresas del sector sin control alguno y alimentando los beneficios empresarios -y el patrimonio de los propios funcionarios- parecen ejemplificar a dónde puede conducir la arbitrariedad y falta de transparencia cuando hay fondos abundantes que dicen ser usados con loables propósitos.
Lo afirmado ¿exime en algo a los empresarios por sus prácticas económicas y políticas? En modo alguno. Pero no debe omitirse que el capital opera todo cuanto puede y es el rol del Estado fijar pautas de funcionamiento. En particular cuando a cargo del gobierno se encuentra un sector que se asume como representante de una visión más cercana a los intereses populares. En ese contexto suena más contradictorio el otorgamiento de prebendas (si no la asociación) a sectores concentrados o aún los mecanismos para presuntamente “manejar” los precios a través de acuerdos de cúpula con pocos grupos dominantes con el resultado conocido.
La llamada cuestión de las tarifas se entrelaza con el delicado panorama energético.[8] Hacia finales de los años noventa, la empresa REPSOL terminó quedándose con el manejo de YPF. Con los gobiernos siguientes (De la Rua, Duhalde, Kirchner), en materia de hidrocarburos se propiciaba la continuidad de la gestión española en YPF solo que –a poco andar- se favoreció la participación de otros capitales cercanos al gobierno. Estos accionistas ingresaron en 2007 a REPSOL-YPF empresa que otorgó llamativas facilidades para que los nuevos socios adquirieran parte del paquete accionario sin fondos propios de los “adquirentes”.[9]
Más recientemente, se modificó la tesitura y el gobierno propuso (con argumentos débiles pero que despertaban la sensibilidad pública) una acción que fue acompañada en el Parlamento por la mayor parte de las fuerzas políticas: la “nacionalización” de YPF. Los casi dos años transcurridos mostraron a la “nueva” empresa YPF[10] (que produce sólo un tercio de los hidrocarburos aunque atiende una alta proporción del mercado doméstico) necesitando auxilio tecnológico y financiero. Si primero se “nacionaliza” y luego se convoca a empresas internacionales (imputadas, además, de pésimo manejo ambiental como Chevron en Ecuador) y adicionalmente se dispone la indemnización, aparentemente holgada, de los titulares anteriores, no resulta para nada entendible ni el motivo, ni la oportunidad ni la forma en que se actuó en abril de 2012. Por lo menos se trataría de otra muestra de las dificultades de los equipos a cargo para gestionar aspectos esenciales de la responsabilidad estatal.
Los desatinos en materia energética tornaron un superávit sectorial en divisas de varios miles de millones de dólares en un déficit de cuantía superior, lo cual generó una brecha en pocos años del orden de los trece mil millones de dólares, entre aquel superávit y el actual déficit. Esto es parte de las erogaciones que componen la enorme cuantía de los subsidios económicos.
La derivación de todo esto podría ser muy perniciosa además del aspecto puramente económico. El panorama que se presenta ante la sociedad incluye argumentos socializadores trastrocados en sus opuestos sin otro soporte que el cambio de la decisión misma, actuación estatal carente de la eficiencia y eficacia necesarias, así como alto grado de sospecha de que los motivos de la gestión se encuentran más cerca de los intereses personales que de los intereses colectivos. No es insensato pensar que el resultado en la conciencia y en el humor de la ciudadanía sea el de rechazar cualquier acción futura de control estatal efectivo. Ese sería una de los legados más perversos que dejaría la actual gestión gubernamental.





[1]              Se ha oscilado entre las actuaciones autoritarias, sin reglas explícitas, sin justificaciones públicas y racionales respecto de algunos núcleos empresariales y las apelaciones a la buena voluntad de los mismos sectores para que incrementen la oferta a través de una mayor inversión; al mismo tiempo que no se procuró una modificación progresiva de la estructura impositiva se ha mirado con desprecio el control de la política monetaria, llegando a sostenerse que la emisión era inocua en materia inflacionaria. Demasiadas desventuras juntas, por cierto.
[2]              Antes de la finalización del año se anunció un incremento del 66% de las tarifas de transporte en el AMBA.
[3]              Ritmo inflacionario que se alimenta, a su vez, por la presión sobre la situación fiscal proveniente de tales subsidios.
[4]              Es de desear que cuando el lector vea este texto el drama de la ola de calor agobiante con carencia de energía eléctrica haya perdido la intensidad que tiene en el Área Metropolitana al término de 2013.
[5]              No pocas veces la instauración de subsidios procura disimular ineficiencias, altos costos y/o falta de inversión en las empresas públicas o privadas prestadoras de los servicios o productoras de los bienes de que se trate.
[6]              O sobre el conjunto (inflación) si se lo cubre con emisión
[7]              Es verdad que la perspectiva universalista y la vocación aludida están, en muchos casos, más en quienes apoyan las medidas que en quienes las formulan o ejecutan.
[8]              El aún poco conocido acuerdo firmado para la exploración de Vaca Muerta muestra que la soberanía proclamada está lejos de ser algo efectivo. Mucho más lejos de los argumentos esgrimidos para la nacionalización son los recientes acuerdos firmados con REPSOL y los gobiernos español y mexicano, en virtud de los cuales Argentina pagaría no menos de cinco mil millones de dólares.
[9]              Aquí también las cosas se extendieron mientras hubo “cajas” que soportaran las inconsistencias. En algunos momentos se pidieron fondos extremadamente onerosos a países de la región como Venezuela en simultáneo con la cancelación anticipada de fondos adeudados a organismos internacionales. Y luego se pasó a adquirir hidrocarburos al exterior como parte de la (no) solución de los problemas energéticos domésticos. Las críticas que se hicieron al respecto fueron sistemáticamente rechazadas por los funcionarios oficiales
[10]             Debe notarse que en los hechos la empresa sigue perteneciendo mayoritariamente a REPSOL y es ambiguamente considerada estatal pero a los efectos de negarse a los controles públicos se reconoce su carácter de sociedad anónima, en otro rasgo parecido a lo actuado con Aerolíneas. 

2 comentarios:

  1. En espacios que están invadidos por la fraseología simplista o por el metalenguaje insondable de la inmensa mayoría de los economistas, siempre es interesante la visión de Javier, que es congruente con su postura general crítica de las políticas gubernamentales del kirchnerismo, pero que se distingue manifiestamente de otras de similar origen por su claridad expositiva y didáctica.

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    1. Gracias de verdad. Sólo diría que la congruencia la vivo con mis propios modos de observar y analizar la realidad. En ese marco, hubo un lapso de sorpresa favorable de la gestión kirchnerista que fue perdiendo vigor hasta tornarse en la convicción de que la declamación circula por un carril y la práctica por uno diferente. Pero en todo caso con el mismo pensamiento crítico (con el debido respeto pues hoy es usada la expresión para un barrido y para un fregado.

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